El Uso (Hasta El Abuso) De La Prisión Preventiva En España

Hace unos días, la Inspectora Consejo General del Poder Judicial Ana Carrascosa se lamentó de que España fuera el país europeo con más presos preventivos cuando, sin embargo, estamos a la cola en cuanto al nivel de delincuencia y violencia. Los datos son, desde luego, estremecedores. El objeto de las presentes líneas es denunciar el uso -a mi juicio- abusivo de la prisión provisional por parte de muchos Jueces en España.

Siguiendo al Profesor GIMENO SENDRA, de acuerdo con nuestra Constitución,  los Pactos Internacionales de Derechos Humanos y la doctrina de los órganos jurisdiccionales encargados de su aplicación (Tribunal Constitucional y Tribunal Europeo de Derechos Humanos), puede entenderse por prisión provisional la situación nacida de una resolución jurisdiccional, de carácter provisional y duración limitada, por la que se restringe el derecho a la libertad de un imputado por un delito de especial gravedad y en quien concurre un peligro de fuga suficiente para presumir racionalmente que no acudirá a la llamada de la celebración del juicio oral, así como para conjurar los riesgos de reiteración delictiva, de ocultación o destrucción de las fuentes de prueba y la puesta en peligro de la (aún supuesta) víctima.

Nótese que consiste en privar de libertad a un ciudadano que se encuentra a la espera de juicio y que, por tanto, debe ser presumido inocente.

No es el momento ni el lugar para hacer un estudio exhaustivo de cuáles son los presupuestos, fines y límites temporales de la prisión provisional, entre otros motivos, porque ello ha sido objeto de un amplio desarrollo jurisprudencial en un sentido constante y sin fisuras desde el punto de vista teórico.

Más limitadamente, me centraré en criticar la torcida aplicación práctica que en demasiadas ocasiones se realiza de tan peligrosa institución, con frontal quebranto de dos de las notas derivadas del principio de proporcionalidad, a saber, la necesidad y la motivación. Si bien esta última nota no ofrece dificultades (o se cumple por parte de los Jueces el canon mínimo exigible o, tal y como sucede en muchas ocasiones, no se cumple), la nota de necesidad precisa de una sucinta explicación, al tratarse, en mi opinión, de una cuestión basilar a la hora de determinar la procedencia o no de la adopción de la medida cautelar más gravosa de cuantas contempla nuestro ordenamiento jurídico.

Considero que el principio de necesidad es el que más traiciones padece en la práctica judicial. En efecto, no es suficiente con que la medida y el motivo que la justifica estén previstos en la Ley, sino que también resulta imprescindible que objetivamente se justifique para conseguir el cumplimiento de los fines constitucionales que la legitiman y no existan otras medidas menos gravosas para el derecho a la libertad a través de las cuales puedan alcanzarse los mismos fines que con la prisión provisional (art. 502.2 LECrim.).

La aplicación del principio de necesidad a la prisión provisional conlleva la ineludible observancia de dos exigencias constitucionales, cuales son, por un lado, su excepcionalidad, de tal manera que la prisión preventiva nunca pueda ser la regla general (art. 9.3 PIDCP) a la hora de decidir sobre la situación personal del imputado y, por otro lado, su subsidiariedad, lo que comporta que, aun concurriendo los presupuestos materiales que la posibilitan, sólo deba adoptarse la prisión preventiva si no existe alguna otra alternativa menos gravosa para el derecho a la libertad capaz de asegurar el fin perseguido con aquélla.

Parece claro que en multitud de ocasiones se presume contra reo la existencia de riesgos que legitimarían la adopción de la prisión provisional (por ejemplo, constituye ya un clásico en los Juzgados aparejar automáticamente la gravedad del delito imputado a la existencia de riesgo de fuga), mas, aun dando por buena -a los meros efectos dialécticos- esta arraigada práctica, insisto, existen muchas y muy variadas fórmulas de no desoír las exigencias derivadas del principio de necesidad, constriñendo la libertad del imputado sin llegar a sustraérsela por completo: la obligación de comparecer personalmente ante el Juzgado competente o ante las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado (en adelante, FFYCCSE) con mayor o menor periodicidad (incluso diaria), la retención del pasaporte, la prohibición de abandonar el territorio nacional o una determinada localidad sin previa autorización judicial o la localización telemática son algunos botones de muestra.

Además, la experiencia demuestra que es ínfimo el porcentaje de imputados en libertad que no comparecen al juicio oral el día señalado para ello o que, haciendo gala de una contumacia digna de mejor causa, atentan contra bienes jurídicos de la supuesta víctima. En cualquier caso, considero que es un riesgo que todo Estado Democrático de Derecho debe estar dispuesto a asumir con tal de garantizar la presunción de inocencia y, sobre todo, la libertad de sus ciudadanos.

Cuestión distinta es que la presión mediática o el clamor popular (que normalmente es corolario de la primera) sean capaces de determinar el ingreso en prisión preventiva de una persona que ni siquiera ha sido (al menos todavía) declarada culpable. Para mi sorpresa, en algunos casos incluso se motiva el ingreso en prisión provisional con base en el criterio de la “alarma social”, de difícil definición e imposible medición, a pesar de que el mismo haya desaparecido como posibilitador de la restricción del inalienable derecho fundamental a la libertad. En la gran mayoría de supuestos, si bien el expresado criterio no se cita expresamente, se cierne una espesa sombra de duda acerca de que el verdadero motivo de la adopción de la prisión preventiva no sea la real existencia de un riesgo de los que ésta está destinada a paliar, sino más bien la convicción íntima del Juez sobre la existencia de “alarma social”.

Lamentablemente, están de moda las penas anticipadas (no otra cosa supone una prisión provisional injusta). Es ya demasiado frecuente para los Abogados acudir al Juzgado de Guardia para asistir a un imputado detenido, que el Ministerio Público solicite su ingreso en prisión preventiva y que el Juez, sin pestañear, decrete su ingreso en Centro Penitenciario, sin calibrar lo que realmente supone tan salvaje medida y sin importarle lo que el Abogado defensor pueda alegar en pro de la puesta en libertad del imputado.

Tampoco parece importar el porcentaje de presos preventivos que, una vez celebrado un juicio oral con todas las garantías, resultan absueltos. Ni mucho menos los que finalmente resultan condenados a penas que no necesariamente deben determinar el efectivo cumplimiento de la pena de prisión en régimen cerrado (me refiero a las penas no superiores a dos años de prisión, o incluso a aquellas que no superan los cinco años de duración cuando el sujeto activo cometió los hechos a causa de su dependencia a determinadas sustancias). Pudiera argüirse, ante tales situaciones, que las expresadas fórmulas, previstas en el art. 80 y siguientes del Código Penal, son facultativas para el Juez o Tribunal sentenciador, pero el argumento no es atendible, fundamentalmente porque, en primer lugar, es precisamente facultad del órgano sentenciador y nunca del instructor (supondría un hurto competencial) y, en segundo lugar, porque de facto se habrá despojado a la persona preventivamente privada de libertad de su derecho a recibir un programa individualizado de tratamiento, conforme a lo previsto en la Ley Orgánica General Penitenciaria y en el Reglamento Penitenciario, normativa de desarrollo de lo previsto en el art. 25.2 de la Constitución, de marcado carácter imperativo al proclamar el fin resocializador y reeducador de las penas privativas de libertad. Y, corolario de lo anterior, el preso preventivo que ve compensada, total o parcialmente, su estancia en régimen cerrado, no habrá tenido posibilidad (o la habrá tenido de modo tardío en caso de existir compensación parcial) de acceder al disfrute de permisos de salida, salidas terapéuticas, a la progresión a un régimen de tratamiento más flexible como pudiera ser el prevenido en el art. 100.2 del Reglamento Penitenciario o incluso al tercer grado de tratamiento.

Por si lo expuesto hasta este lugar fuera poco, no puede perderse de vista la desnaturalización del sentido de la estancia en un Centro Penitenciario (recuérdese: reinserción y reeducación) que conlleva la inclusión de presos preventivos. El problema es que, resulte o no finalmente condenado, el preso preventivo no recibe un programa individualizado de tratamiento hasta que la Sentencia condenatoria (si llega a producirse) goza de firmeza. Más aún: con carácter general, ni siquiera tiene la posibilidad de acceder a actividades educativas, formativas, deportivas y culturales que se celebren en el Centro Penitenciario, diga lo que diga el apartado 4º del artículo 3 del Reglamento Penitenciario. Las plazas son, salvo en contadísimas excepciones, limitadas y, lógicamente, tendrán preferencia los presos penados sobre los preventivos. Además, como se ha avanzado supra, los presos preventivos no tienen derecho a participar en salidas programadas o a disfrutar permisos ordinarios de salida. No tienen, pues, ningún incentivo. En estas condiciones, no resultan difíciles de comprender los altos niveles de hastío e indulgencia que padece buena parte de la población penitenciaria preventiva, estados que se conjugan y entremezclan con la desesperación y ansiedad que genera la incertidumbre propia de saberse inmerso en un proceso penal cuyo plazo de terminación es siempre impredecible y cuyo resultado es del todo incierto, incluso para el que se sabe inocente (si se encuentra recluido, algo debe estar fallando, pensará).

A lo largo de estos últimos años me he entrevistado semanalmente con multitud de presos preventivos y me he dado cuenta no sólo de lo ya expuesto, sino también de que en nada beneficia a estos auténticos parias del Centro Penitenciario hallarse recluidos en un mismo módulo: no hay distracciones (o al menos, las pocas que hay no son suficientes) y las cavilaciones y noches en vela de los presos preventivos, así como las conversaciones entre éstos son monotemáticas. Tan sólo piensan en cuándo van a abandonar tan penosa situación y no hacen más que compararse con sus compañeros, sobre todo con los que se van.

En fin, si el lector se sitúa por un solo momento en la piel del preso preventivo colegirá fácilmente que la prisión provisional destroza a quien la sufre y sus perniciosos efectos son imposibles de reparar. Por todo ello, en lo sucesivo, deberían extremarse las cautelas a la hora de decidir acerca del ingreso en prisión preventiva de un imputado, adoptándose la decisión bajo el prisma de las exigencias derivadas del tan traído principio de necesidad.

El escenario –de suyo desolador- se enturbia desde el momento en que en España, lejos de contentarnos con encabezar tan vergonzante ranking a nivel europeo, asimilamos las malas costumbres americanas: me refiero al “perp walk”, esto es, la exposición a la prensa de los detenidos como si fueran trofeos. Pero esta suerte de imitación se hace, de nuevo, con imperdonable olvido de la presunción de inocencia y sin tomar en consideración que varias enmiendas de la Constitución estadounidense aluden al expresado principio, pero ninguna lo cita explícitamente y quizás por ello el sistema judicial estadounidense siga permitiendo tan deshonrosa y humillante práctica.

Jaime Campaner Muñoz
Abogado

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