Ediciones de la Torre publica este libro colectivo en mayo de 1977. La portada es de Félix García y tiene 144 páginas. En la cuarta se puede leer: «Esta edición consta de 4.000 ejemplares, de los cuales una cuarta parte numerados del 1 al 1.000, por acuerdo de la Asociación Cultura y Derecho y Ediciones de la Torre, se venden para destinar su importe íntegro a colaborar en el sostenimiento de las organizaciones de presos comunes.»
En la nota previa, firmada por Fco. Javier Alvarez García, Presidente de la Asociación «Cultura y Derecho», en la página 7, dice: «La Asociación ‘Cultura y Derecho’, de la Universidad Complutense de Madrid, organizó entre los días 21 a 25 de marzo, en la Facultad de Derecho, la ‘I Semana de Solidaridad con los Presos Comunes’. De las conferencias y coloquios desarrollados a lo largo de estas jornadas hemos extraído el material que presentamos en este libro.»
La transcripción de la charla de Agustín García Calvo cierra el libro y tiene siete páginas.
(De un blog dedicado a las publicaciones de Agustín García Calvo)
Parece que me toca hablar un poco de la figura del preso común. La figura del preso común, que más o menos considero equivalente a la figura del delincuente en la medida en que la Justicia ha tenido éxito con respecto al delincuente y lo ha encerrado. No sé hasta qué punto este tipo de exposición que puedo hacer ahora va a casar bien con el tema de la realidad jurídica de las prisiones que, en fin de cuentas, es una de las dos caras de la realidad de la vida en la cárcel. Esto sí que tiene algo que ver con aquello de los que principalmente querría tratar ahora.
Al mismo tiempo quiero aprovechar este discurso acerca del preso común o de su figura para someter a reflexión, a consideración, todo lo que estamos haciendo aquí en esta Semana de Solidaridad, ayuda o defensa del preso común.
Me parece claro ahora que yo no puedo hablar a favor de o en defensa de los presos comunes, mucho menos del preso común. Pero ni siquiera puedo hablar en favor o defensa de los presos comunes: no puedo hablar de ellos. ¿Os imagináis qué quiere decir hablar a favor de defender a los presos comunes? La expresión lo dice todo. Puesto que el objeto de esta defensa y de este hablar son los presos comunes, quiere decir que esta defensa y este hablar los configura, contribuye a configurarlos, como presos comunes. Si yo defiendo a una persona que está allí dentro, y lo defiendo no por su nombre ni por lo simpático que cae, ni por ninguna otra cosa, estoy volviendo con este acto mismo a encerrarlo dentro de esa definición de la que los muros de la cárcel, en definitiva, no son más que la aparición un poco más externa. No creo, pues, que honradamente se pueda hablar a favor de o en defensa de. Si algo cabe hacer tendría que ser de una manera enteramente indirecta, es decir, hablando en contra. Esto, tal vez, sí es posible. Es decir, hablando contra aquello que hace, que fabrica, que define al preso común. La Ley, el sistema penal, el sistema social en general, la cárcel, el Estado. De estas cosas sí podría hablar, de estas cosas se podría hablar aquí. y hablar de ellas, automáticamente, querría decir hablar en contra de ellas. Porque se habla siempre en contra de aquello de lo que se habla, por eso tampoco debo hablar de los presos comunes; debo hablar más bien de la Ley, del delito o noción de delito, de la cárcel, etc. Eso que a veces se resume en palabras como «el sistema» o «el Estado».
Lo malo es que las manifestaciones de esta abstracción, el sistema o el Estado, son numerosas, multiformes, aparecen por todas partes y uno de los sitios donde aparecen es en el delincuente. Dentro del delincuente, en el alma del delincuente, como se decía en otros tiempos en que ese término no estaba tan pasado de moda.
Efectivamente, si viviéramos en un mundo donde la Ley, el sistema, el Estado, la noción de delito, la cárcel, pudieran estar exclusivamente fuera, nuestra cuestión se presentaría de una manera más clara y mucho más fácil. Lo que hace probablemente más embrollado y más difícil esta cuestión es que estas cosas se manifiestan igualmente dentro. Están como suelen decir los psicólogos o los psicoanalistas, interiorizadas. Hay algunas experiencias, algunos recuerdos que me muestran hasta qué punto esto es cierto.
Yo nunca he llegado a estar dentro de una cárcel, propiamente dicha; lo más que he pasado han sido quince días en calabozos y algunas otras pequeñas detenciones. Pero en algunas de ellas he tenido la ocasión de estar en contacto, incluso en la misma, con presos -mejor dicho con delincuentes, porque allí todavía no eran presos-, con delincuentes comunes. y recuerdo a este propósito, en una de las ocasiones, celdas en la que veía cómo, por ejemplo, los ladrones desarrollaban diversamente una moral que condenaba al otro tipo de ladrones, al que no pertenecía aquel que hablaba; en el sentido en que, por ejemplo, los “chorizos”, decían: “Sí, yo seré un “chorizo”, pero nunca he llegado a hacer esas estafas y esas cosas”. Por el contrario, los estafadores, con los que también me encontré, naturalmente despreciaban a los “chorizos” por supuesto; el suyo era un tipo de robo en e que ellos jamás recaerían. Recuerdo igualmente un traslado en coche celular donde me tocó ir acompañado de unas cuantas mujeres de las que la policía, entonces, no sé si ahora, solía recoger consuetudinariamente, a las cuatro, las cinco de la mañana por las esquinas, y recuerdo cómo una de ellas se lanzó también en el coche celular a una exposición moral según la cual ella sí, efectivamente, reconocía que, de alguna manera, le gustaban o le interesaban los hombres, pero nunca las mujeres; lo cual, evidentemente, marcaba para ella también un límite muy preciso. En fin, todo el mundo tiene tantas experiencias de este tipo que tal vez es incluso ocioso recordar este par de ellas. Son experiencias que muestran bien a las claras hasta qué punto es cierto esto que estaba diciendo respecto a que el sistema está también dentro; dentro del delincuente, dentro del preso.
Voy a tratar de ver un poco más de cerca, y al mismo tiempo más en abstracto, cómo es esto. Creo que uno de los puntos clave está en la necesidad de ser juzgado, que es absolutamente inseparable de la necesidad de juzgar. La necesidad de ser juzgado, que podéis observar entre estudiantes como necesidad de ser examinado, igual que en los otros casos es una necesidad muy fundamental porque viene a ser esto del juicio el procedimiento que se reconoce como el adecuado para que se sepa quién es uno y para que uno mismo sepa quién es uno; es decir, para asegurar la propia definición de alguna manera. Esto, por tanto, ya veis que está en las raíces mismas de la constitución de uno, lo mismo que en la raíces mismas de la constitución del Estado. Así es como creo que tal vez podemos avanzar un poco en entender la relación dialéctica entre juez, ley, por un lado, y delincuente por el otro. Porque, efectivamente, para muchos de nosotros es ya bastante evidente que la ley, el juez, crea al delincuente. Lo crea en un sentido bien preciso, en cuanto que lo constituye, según se dice en esta charla, como figura. Lo constituye como figura, lo define, y esto es una forma de creación, es la forma aplicándose a la materia indefinida, que sin ella no sería nada, pero al mismo tiempo el delincuente o, si queréis, el futuro delincuente crea al juez y a la ley. Si bien es verdad que los crea en un sentido distinto, en cierto modo opuesto. Los crea en el sentido de la materia que apetece la forma. Esa necesidad que antes describía como necesidad de ser juzgado para que se sepa quién soy y para que yo mismo sepa quién soy. En efecto, la función social de la justicia es definir. Esta es la raíz de todas sus funciones. Y en esta función radical de la justicia colaboran jueces y delincuentes, cada uno de su lado. Sugería antes ya, que las otras apariciones del sistema judicial no son más que manifestaciones externas, más claras en cierto sentido pero más ocultas en el otro, de esta función esencial de la definición. Las cadenas, las rejas, los muros principalmente, son como la expresión gestual o material, si se quiere, de una definición. A aquellos que no pueden ser definidos por el procedimiento de convertirlos en obreros o en empleados, pongo por ejemplo, queda siempre el recurso de definirlos de otra manera por medio del encierro en esos circuitos especiales destinados al efecto. De esta manera, también ellos, igual que los locos, vienen a su manera, a formar parte del sistema, a ser elementos. A ser elementos, porque para un sistema o para un conjunto, si se quiere que el sistema, el conjunto esté firme, se requiere que cada elemento esté bien constituido como elemento, es decir, bien definido, bien numerable.
La muerte, por supuesto, es otra aparición. Estamos muy acostumbrados a considerar una escala de penas en la cual la muerte ocupa el puesto más alto y después vienen las carcelarias de diferentes tipo. Esta escala no es inexacta del todo. En efecto, la muerte es, en cierto sentido, el procedimiento máximamente eficaz de definición. Y los otros procedimientos de definición, los carcelarios, vienen a continuación de ella como procedimientos más ineficaces, menos seguros. Definición que se manifiesta como muerte, como encarcelamiento, de otras maneras que no vaya recorrer ahora.
Lo que hace falta, creo, es darse cuenta de hasta qué punto esta función de definición es esencial al Estado, a cualquier tipo de Estado. Que un Estado sin pena de muerte es una expresión que no tiene sentido. Estado y pena de muerte van lo uno con lo otro enlazados de una manera necesaria. Porque el Estado es, en un cierto sentido que ahora vaya decir, la muerte. Porque el Estado es la reducción de aquello, tal vez vago, indefinido a lo que podríamos aludir como pueblo o como gentes. La reducción a un conjunto bien establecido. La reducción a un cierto número de súbditos, a un cierto número de almas, si se prefiere, que estén así aptos para constituir un conjunto firme y claro. En este sentido de la palabra muerte lo digo, y siendo así como lo es, y siendo la muerte como el encarcelamiento una manifestación de la función esencial de definir, está bien claro hasta qué punto no nos podemos hacer ilusión alguna, respecto a la separabilidad entre instituciones como el Estado y esas otras instituciones como las carcelarias o la de la pena de muerte en cualquiera de sus apariciones.
Supongo que las objeciones ante una exposición de este tipo serán de carácter práctico, aparentemente práctico: «¿Qué hacer?» y estas cuestiones son aquí directamente oportunas referidas a la actividad de la «Semana de la Solidaridad» o en general a todas estas actividades en las que algunos nos encontramos metidos en relación con los presos comunes. Yo, desde luego, no vaya ponerme a decir aquí qué hacer, cuál es el camino de hacer. Pero, en cambio, tal vez pueda seguir sugiriendo, como una especie de consecuencia de lo dicho, qué cosas no hacer, qué cosas pienso que no deberían hacerse. Una de las cosas, desde luego, que parece que no deberían hacerse es usar a los presos comunes que están ahora, que están dentro, en estos momentos, convertidos en presos comunes, como una especie de medio para el fin ulterior y bueno de mejorar la condición del preso común, en abstracto, o incluso hacer desaparecer esta institución. Pienso que en esto deberíamos tener, los que estamos fuera, el mayor cuidado; porque si establecemos esta relación de medio fin, estamos al mismo tiempo contribuyendo a configurar, aún más, en su condición de presos, a aquéllos que en este momento están dentro, en la medida en que se les hace luchar a favor de este ente abstracto que es el preso común. Creo que no hace falta, tal vez, de momento, razonar más la cuestión. Cualquier actividad de este tipo contribuiría a confirmar, de una manera o de otra, la institución del preso.
Por otro lado, lo que no deberíamos hacer, me parece, por lo menos si lo que he dicho no es del todo falso en el análisis, lo que no deberíamos hacer es tratar de perfeccionar el sistema penitenciario, mejorarlo; es decir, reclamaciones que hicieran que el trato de los presos fuera lo más humano, como suele decirse, lo más aséptico y lo más progresista que cupiera desear, no creo que se pueda hacer esto. El otro día, en una pequeña reunión que teníamos a este propósito, se me ocurrió recordar que en comparación con los sistemas penitenciarios de los países más progresados, sin ir más lejos Francia, Inglaterra o así, tradicionalmente la situación de los presos, en general, comunes y de los otros, había sido en las cárceles y hasta, en alguna medida, en los famosos penales españoles, relativamente tolerable; tolerable en cuanto… ¿en cuanto qué? Pues… digámoslo claramente, en cuanto que la disciplina de los funcionarios era menos rigurosa de hecho, en que había mucho más compadreo, en que había muchas más posibilidades de que el funcionario, en vez de plantarse como funcionario, se olvidara parcialmente de su condición, y por tanto, pudiera contribuir a que el preso se olvidara de la suya.
Esto incluye entre cosas, sobornos, facilidades para el soborno, corrupción; esto hacía, evidentemente, más fácil todo tipo de compadreo, incluidas las corrupciones; hacía más fácil al parecer, según cuentan los amigos de uno y otro lado, la vida en nuestras cárceles, entonces el dilema es éste: ¿se contribuye a mejorar, a hacer progresar el sistema penitenciario? Esto es lo que a mí, desde luego, me parece que sería un camino que ya se sabe adónde va a dar; y no va a dar a ningún sitio que me parezca deseable. El otro, por lo menos, no sé muy bien adónde puede ir a dar. Podría contribuir, en la medida que nos sea dado, a que esa relativa blandura, compadreo y hasta corrupción en las cárceles al estilo antiguo se mantuviera e incluso aumentara, de tal forma que de, esta manera, la condición de los presos pudiera, con suerte, en algunos casos sí, en otros no, en unos más y en otros menos, resultar relativamente tolerable en tanto que la institución misma no desaparece del todo. Ya sé que esto les va a escandalizar a muchos, pero hay que saber, hay que preguntarnos un poco qué es lo que deseamos. Hay que preguntarnos si lo que deseamos es que el sistema y el Estado llegue a ser efectivamente cada vez más perfecto y más cerrado, y esa necesidad suya de definición se cumpla al máximo, o si deseamos que no suceda así. Y si deseamos que no suceda así, sino que más bien tienda hacia lo otro, hacia la decadencia, hacia la corrupción y la disolución, en definitiva, entonces, como no se puede creer en la separación de medios y fines, de ninguna manera creo que podamos consentir nosotros, que estamos aquí fuera y relativamente libres para pensar, no creo que podamos consentirnos el creer que el procedimiento del perfeccionamiento y del progreso en ese sentido pueda ser un medio para ese otro fin de la disolución y la corrupción; más bien, si hay alguna probabilidad de saber algo respecto a ello, los medios que irían hacia ese fin serían los medios que fueran ya, en cierto modo, idénticos con este fin, como aquéllos que acabo de sugerir. En definitiva, ya sé que nuestra actitud en este caso, en cuanto amigos de los presos, es, como en otras muchas situaciones, ambigua, contradictoria, conflictiva. Es decir, por un lado tenemos que dedicarnos a ayudar, de hecho y de las maneras más prácticas inmediatas, a los presos que están presos ahí hoy y que nos caen más de cerca, y de hacerlo así como si fuéramos unas “damas de la caridad”, ni más ni menos. Y por otro lado aprovechemos esto para discutir acerca del sistema penitenciario mismo y acerca del sistema en general. Y la relación entre estas dos actividades es, como digo, ambigua y conflictiva. Habría que resignarse a este conflicto, a esta contradicción, es decir, habría que recordar aquello que en el Evangelio se dice: «No sepa tu mano izquierda qué hace tu mano derecha». Algo en este sentido.
Bueno, y con esto he hecho un esbozo de análisis, lo más general que me ha sido dado, del delincuente y su relación con las instituciones que lo constituyen, e incluso he venido a hablar un poco también de algunas consecuencias prácticas.
Agustín García Calvo, 22/03/1977
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