No Están Hechos Los Langostinos Para La Boca Del Preso

Jamón serrano, queso y lomo en entrantes; ensalada de pasta, de primero; y entrecot con patatas y langostinos, de segundo. De postre, un bombón helado. Eso es lo que los presos de la cárcel de Soto del Real comieron el pasado día 24 de septiembre, día de la Merced.

El menú especial que los presos comen tres veces al año levantó indignación en la masa, si entendemos la masa de forma literal tal y como la definió Le Bon, “agrupación humana con rasgos de pérdida de control racional, mayor sugestibilidad, contagio emocional, imitación, sentimiento de omnipotencia y anonimato para el individuo”. Es el primer concepto de la definición, “rasgos de pérdida de control racional”, el que nos ocupa. La indignación que este menú causó es difícil de comprender si atendemos al gasto que supone, y fácil de entender si buscamos una razón más arraigada en la sociedad: son delincuentes, y los delincuentes no deben comer langostinos, que para eso están en la cárcel.

La indignación nació de la emoción, no de la razón. Se sentía que no era justo que los presos comieran mejor que los niños en los comedores, o que los enfermos en los hospitales; nada de lujos para los delincuentes. Con la crisis económica, no se entendía ese dispendio para los presos, entrecot y langostinos. Una verdadera vergüenza gastar tanto en alimentar a delincuentes.

Gasto del menú de un preso

La emoción nos dice que es un gasto desmesurado, los langostinos y el entrecot son platos reservados a ciertas clases. Pero la razón nos hace comprobar el gasto que supone ese menú. Según lo dispuesto en el BOE, el gasto por preso y día -recalco lo de día- es de 3,61€ para una cárcel con más de 500 reclusos. Tres días al año ese gasto puede ser ración doble. Es decir, 7,22€ por preso y día.

¿Nos sigue pareciendo una vergüenza gastarnos 7,22€ en alimentar a un preso tres días al año?

Si la respuesta es que sí, pasamos a la razón más profunda.

Los delincuentes como clase social marginada

En la indignación por el menú especial de los presos trasciende una cuestión de clase. La clase trabajadora que ha sentido ser clase media alguna vez en su vida se considera mejor que los presos, que son delincuentes y, por tanto, se encuentran un escalafón por debajo. La situación legal acaba convirtiéndose en clase social.

En julio de 2012 pasó sin pena ni gloria una noticia relacionada con los presos y la comida que define bien los parámetros de indignación que sentimos en lo relativo a los presos. El gobierno de la Generalitat retiró la merienda de los presos como medida de ahorro por los recortes. Los dejó sin una comida y no pasó nada. Son delincuentes al fin y al cabo.

Tampoco trascendió la noticia de que una sentencia del Tribunal Constitucional consideraba legal cobrar el menú a los presos que cobrasen una pensión no contributiva. Resolución por una demanda que interpuso un preso al que la Junta de Andalucía había rebajado su pensión de incapacidad de 301 a 147 euros al cobrarle la manutención en la prisión. Son delincuentes al fin y al cabo. Lo malo de esta sentencia es que también abre la vía para que pueda hacerse con enfermos en hospitales.

Cuando hablamos de presos tendemos a pensar en Bárcenas o Bretón como paradigma del delincuente. De ahí la idea de sentirnos mejor que ellos. En España, hay 68.405 presos según la última estadística facilitada por Instituciones Penitenciarias. De los 56.989 presos ya condenados, 35.587 lo están por delitos contra el patrimonio y de salud pública, es decir, robos y drogas. Sólo 206 se encuentran encarcelados por delitos contra las administraciones y la Hacienda pública, por ejemplo.

La mayoría de los presos en las cárceles españolas se encuentra en ella por delitos relacionados con la clase social a la que pertenece. La influencia que esa pertenencia tiene sobre la población  presa ha quedado constatado por la reducción de los presos en la cárcel que ha venido produciéndose desde 2009, cuando se alcanzó el mayor número de reclusos en las prisiones españolas, con un total de 76.259. Esa reducción viene producida sobre todo por dos factores: La reducción de las penas en el Código Penal de 2010, cuando se modificó el artículo 368, por el que disminuyeron las penas por tráfico de estupefacientes (de 3 a 9 años pasaron a de 3 a 6 años). Otra de las causas es la reducción de la inmigración por la crisis, uno de los sectores sociales más desfavorecidos y que ocupa un porcentaje importante de la población reclusa.

Las drogas como el núcleo del delito del desarraigado

Las drogas siempre han golpeado a los núcleos de población más desfavorecidos y con menor perspectiva de futuro. La persecución de este delito siempre ha tenido a las clases trabajadoras como principal perjudicado.

Esta relación entre la persecución de las drogas y el clasismo encubierto queda evidenciado de manera brillante en el documental premiado en Sundance The House i live in, realizado por Eugene Jarecki. En él, el autor expone cómo la lucha contra las drogas ha servido a lo largo de la historia como método de segregación para las minorías, raciales a simple vista, y sociales, cuando se estudia más profundamente.

Uno de los autores entrevistados en el documental es el doctor Richard Miller, autor de The Case for legalizing drugs. El catedrático expone que las drogas han venido ilegalizándose a lo largo de la historia no por los efectos de la droga en sí, sino según el grupo de población que la consumía. A principios del siglo XIX ocurrió con el opio, una droga que al principio era consumida por las amas de casa de la clase media norteamericana y que no estuvo mal vista hasta que se extendió entre la población china de California, que la consumía en fumaderos de opio para soportar las largas jornadas laborales que asumían y que provocaban que muchos trabajadores estadounidenses acabasen en el paro. El opio se ilegalizó, básicamente, porque no se podía detener a la gente por ser china.

El mismo proceso ocurrió con la cocaína a finales del siglo XIX. Esta droga, que incluso se comercializaba porque la consumía la población blanca de clase media, comenzó a perseguirse cuando la población negra rural comenzó a tomarla para aguantar las extenuantes jornadas de trabajo. En los años 30, fue el cannabis el que sufrió el mismo proceso de aceptación primero e ilegalización después, cuando los obreros mexicanos empezaron a consumirla y la llamaron marihuana.

El paradigma de esta estigmatización de ciertas drogas se dio con el crack en los años 80 y 90. El crack se diferencia de la cocaína en su forma de consumo y en que se le añade bicarbonato y agua. A pesar de que son la misma droga el hecho de que el crack fuera la droga habitual de las minorías negras y la cocaína la de los empresarios y trabajadores de Wall Street llevó a penalizar de manera dramática la tenencia del crack sobre la cocaína. Las penas impuestas por tenencia de crack tenían una proporción 100 veces mayor que las penas por tenencia de cocaína. Así pues, para un ciudadano que fuese detenido con 5 gramos de crack, la pena sería de 5 años de cárcel, la misma condena que tendría un ciudadano que fuese detenido con 500 gramos de cocaína. Recientemente, Obama modificó esa ley, dejando la proporción en 18 a 1.

La penalización de las drogas más consumidas por las minorías tiene en común el componente de clase. La del crack por encima de la cocaína viene, además, ocasionada por un problema laboral. La aparición del crack en las zonas con población negra fue propiciada por la masiva inmigración que vino del campo a las ciudades en la segunda mitad del siglo XX en EEUU. Esa población se estableció en guetos alrededor de las fábricas y, cuando éstas fueron deslocalizadas, una ingente cantidad de ciudadanos negros dejaron de tener la posibilidad de ganarse la vida, y acabaron recurriendo a la economía sumergida y el tráfico de drogas para poder subsistir. Ese mismo proceso se está dando en la actualidad con los obreros blancos y la metanfetamina.

Este fenómeno no es exclusivo de EEUU. Los que nos hemos criado en poblaciones de la periferia de las grandes urbes, antiguas ciudades dormitorios que se nutrieron de la inmigración rural, hemos visto cómo en época de crisis el fantasma de la droga vuelve a asomarse a nuestros barrios. Los anuncios para curar los problemas con las drogas aparecen en los parabrisas de nuestros coches, conocedores del nicho de negocio que es un barrio obrero con un elevado porcentaje de trabajadores en paro.

Con la crisis y el paro disparado, el consumo y el tráfico de drogas se incrementa. Son los ciudadanos con menos recursos, los parados con familia a su cargo, los que se ven abocados a transgredir la ley, a veces como única solución a la situación económica que están viviendo.

Las cárceles están llenas de pobres, de trabajadores que han visto degradada su situación económica y que han tenido la mala suerte de desarrollar su vida en alguna población o barrio con nulas perspectivas de futuro. Los presos muchas veces no son más que obreros sin futuro. Los llamamos delincuentes, creyendo que en la cárcel sólo hay bárcenas o bretones, y olvidamos que en 2013, gracias a Gallardón, ahora es un delincuente el que roba para dar de comer a sus hijos.

David Simon explicaba en un simple párrafo que los delincuentes y los obreros no somos tan distintos. Que la cárcel, la mayoría de las veces, es sólo una cuestión de clase. Una cuestión de oportunidad y suerte.

“En los albores del siglo XXI menospreciamos nuestra industria manufacturera, los sindicatos y un salario sindical legítimo, un trabajo y un sueldo con el que poder cuidar a tu familia y marginamos a muchos obreros blancos…y cuando a los blancos se les margina, cuando se les niega un trabajo digno, se dedican a la venta de metanfetaminas porque es la única actividad que les acepta… el sistema capitalista es daltónico, cuando el sistema económico no necesita a alguien no lo necesita, le importa poco el color que tengas, los blancos lo averiguaron un poco más tarde que los negros, pero lo averiguaron”.

El Derecho penal siempre se ha cebado con las minorías y los pobres. La cárcel es una cuestión de pobreza. Siempre lo ha sido. Como dijo “Bunny” Colvin en The Wire: La esquina es, era, y será la sala de estar del pobre.

Antonio Maestre

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