Me comentaba un interno de una cárcel catalana hace unos días:
«Aquí tenemos tele, ¿sabes? Hay gente que ve lo que está pasando fuera y la pandilla de mangantes que mandan… Y sabe lo mal que lo pasan a su familia y sus amigos. Algunos tienen a su compañera y a sus hijos desahuciados viviendo con los suegros en un pisito de mierda. Es muy difícil creer en la justicia y en todo el rollo de la reinserción y de no volver a delinquir, cuando ves que aquí dentro casi todos somos pobres y venimos de familias pobres… y los que roban los euros a millones se ríen de la gente en su cara».
En las cárceles catalanas había recluidas a mediados de los 90 alrededor de 6.000 personas, mientras que a finales de 2011 el número de internos e internas penitenciarias era de 10.513. Este incremento no ha sido proporcional al aumento de población provocado por las oleadas migratorias de los últimos 15 años. Si atendemos a la evolución de la tasa de población reclusa, mientras en 1998 el sistema penitenciario catalán custodiaba a 98 de cada 100.000 habitantes, el año 2011 en mantenía privados de libertad 140 de cada 100.000 residentes. Una cifra nada despreciable si la comparamos con países vecinos: la tasa de población reclusa en Alemania es de 88 por 100.000, en Francia de 103, en Italia de 108 y en Portugal de 104. Cataluña pues se sitúa un poco por debajo del Estado español que, con una tasa de 166 personas recluidas por cada 100.000 habitantes es el país de la Europa de los 15 que recurre más frecuentemente al encarcelamiento de su población, seguido por el Reino Unido que registra una tasa de 138, muy cercana a la catalana.
Se podría pensar que la causa de esta diversidad se encuentra en la diferente criminalidad existente en los países europeos y que si el sistema penitenciario catalán se enfrenta a una mayor clientela es porque en Cataluña, y en el resto del Estado, la delincuencia ha aumentado. Sin embargo, nada más lejos de la realidad. Aunque es complejo encontrar cifras fiables sobre la evolución de los hechos delictivos, hay un elevado consenso en la sociología y la criminología en considerar las encuestas de victimización, con todos sus defectos, las mejores herramientas para valorar la evolución de la comisión de delitos y de su impacto entre la ciudadanía. Sin embargo, no hay en el Estado ninguna administración que haya asumido el reto de realizar periódicamente una encuesta de victimización y los únicos datos con que se cuenta proceden de las dos participaciones de España en la International Crime and Victimisation Survey (ICVS), en 1989 y en 2005, y de la encuesta realizada en 2009 por el Observatorio de la Delincuencia (ODA) del Instituto andaluz Interuniversitario de Criminología. A partir de los escasos datos disponibles no sólo no se puede inferir un incremento de la delincuencia, sino que se observa un retroceso en la victimización en casi todas las formas de delito. Mientras que en 1989, el 47,2% de la ciudadanía (con un margen de error del 2,5% para un nivel de confianza del 95,5% y p = q) había sido víctima de algún delito en los 5 años anteriores a la realización de la encuesta, en 2005 la proporción se había reducido el 42,7% y en 2009 al 38,7% (con un margen de error del 2,62% para un nivel de confianza del 95,5% y p = q). Tanto los robos de coches, como los de objetos en el interior de los vehículos, los robos en viviendas, las agresiones sexuales, o las agresiones físicas, han reducido sus tasas de victimización. También se han reducido los robos con violencia e intimidación que tienen un gran impacto en la sensación de seguridad de la ciudadanía. De una tasa del 9,2% en 1989 se ha pasado a un 5,6% en 2009.
La realidad rompe con el supuesto binomio delito-castigo. El incremento de la población reclusa no responde a un cambio en la delincuencia sino en una transformación de la respuesta del estado hacia los diferentes tipos de transgresión de la ley. A pesar de la falta de evidencias empíricas que indiquen un incremento de la criminalidad, la recurrente entrada del tema de la inseguridad ciudadana en el discurso político denota una utilización del miedo al delito como herramienta para conseguir réditos electorales. Ante la imposibilidad de dar solución a las inseguridades derivadas de la precarización del mercado laboral y el creciente individualismo social, se problematizan fenómenos sociales que, de entrada, no deberían generar inseguridad alguna para centrar el debate público en asuntos que ofrezcan la posibilidad de ser resueltos con más “mano dura” contra las capas de la ciudadanía más próximas a la marginalidad.
Los mismos que hoy se refieren al código penal como un texto del pasado no adaptado a la realidad delictiva del siglo XXI y que han anunciado su endurecimiento, ya lideraron una reforma del mismo durante el gobierno de Aznar y con Mariano Rajoy como Ministro de Justicia. En el año 2003, el PP aprobó una reforma del código penal con el apoyo del PSOE. Las fuerzas políticas mayoritarias desplegaron una retórica llena de clichés del populismo punitivo importado del otro lado del Atlántico, recordando a la ciudadanía la necesidad de mano dura con las crecientes muestras de violencia urbana y con los delincuentes multirreincidentes, y de hacer frente a los nuevos peligros derivados la inmigración y de la amenaza terrorista. Los socialistas afirmaron que se veían obligados a apoyar la reforma por responsabilidad y por la imperiosa necesidad de luchar contra la inseguridad ciudadana. La reforma suponía, entre otros cambios, la ampliación de la capacidad de los jueces para decretar prisión preventiva, la incorporación de medidas para promover la “justicia rápida”, introduciendo incentivos para que las personas inculpadas firmaran declaraciones de culpabilidad para evitar trámites judiciales y conseguir beneficios penitenciarios, el aumento de la cuantía penal máxima, que pasaba de los 30 a los 40 años, y condicionaba la concesión del 3er grado al pago efectivo de responsabilidades civiles, lo que introducía un claro elemento de discriminación económica. Todo ello sin olvidar que el Código Penal “de la Democracia” aprobado en la última legislatura del PSOE y que entró en vigor en 1996 ya ponía al servicio del Estado las herramientas necesarias para endurecer el sistema “provisional” en fucionamiento durante los 80 y la primera mitad de los 90.
El discurso de la derecha europea (no contestado desde la izquierda socialdemócrata) se inspira en la criminología conservadora norteamericana y sus propuestas de reducción de la delincuencia a partir de la “tolerancia cero” ante el supuesto incremento de la violencia en las calles. Este término, “tolerancia cero”, se populariza a partir de la publicidad internacional que se da a la estrategia que puso en marcha el alcalde Giuliani en Nueva York entre 1995 y 2000. El foco de la política “anti-criminal” de Giuliani fue el acoso permanente de las personas más vulnerables de la sociedad presentes en espacios públicos. A través de la intensificación de la presencia de policía uniformada en las calles de la ciudad, William Bratton, el jefe del Departamento de Policía de Nueva York (NYPD) se propuso luchar contra realidades tan diversas como la compra y venta de drogas a pequeña escala , la prostitución, el sinhogarismo, los graffitis… refiriéndose a las personas involucradas como “parásitos” sociales (“SQUEEGEE pest”). En cinco años, el número de efectivos del New York Police Department aumentó en 12.000 agentes (un 26% del total), mientras disminuía en 8.000 el número de trabajadores y trabajadoras de los servicios sociales. El descenso de la criminalidad en la ciudad se atribuyó a esta agresiva política de persecución, y think tanks como la Heritage Foundation o el Manhattan Institute convirtieron al cabo de policía William Bratton en una celebridad de la criminología conservadora a nivel internacional. Pero en su ofensiva publicitaria olvidaron intencionadamente que otras ciudades como Boston o San Diego vivieron una reducción de la criminalidad similar a la de Nueva York con estrategias basadas en la mediación y sin aumentar el número de agentes en la calle, o que el descenso de la criminalidad comenzó tres años antes del nombramiento de Giuliani y del arranque de sus políticas.
En España, think tanks conservadores como la Fundación FAES han incorporado las tesis de del Manhattan Institute generando documentación técnica que avala un discurso político basado en mensajes simplistas disfrazados de verdad científica: la sensación de inseguridad creciente se debe a un incremento real de la delincuencia, el incremento de la delincuencia se debe a la erosión de los valores tradicionales y la permisividad de las instituciones con las pequeñas transgresiones de las normas, la inmigración está íntimamente vinculada al incremento de la delincuencia, las soluciones pasan por el endurecimiento del código penal… Utilizando la caja de resonancia de medios de comunicación a la caza de noticias breves, morbosas y simples para competir en un mercado de la desinformación cada día más cargado de sucesos, la derecha ha impuesto el ritmo del debate político en materia de seguridad ciudadana. La incapacidad de la izquierda institucional para articular un discurso antagónico genera una espiral de populismo punitivo en la que las formaciones políticas intentan presentarse ante el electorado con propuestas serias que no se contrapongan al sentido común que acepta como verdad científica la incremento de la delincuencia y de la inseguridad ciudadana.
En pocos años, el sistema penal ha incrementando sensiblemente su peso relativo entre las herramientas del Estado para la gestión de la conflictividad social. Para los grupos “conflictivos”, desde las personas o colectivos en situación de exclusión hasta los acusados de terrorismo pasando por quien forma parte de los movimientos de protesta social, el derecho penal está abandonando pogresivamente los principios de intervención mínima, de legalidad o de proporcionalidad. Hay personas que se convierten en “peligrosas” y el sistema penal actúa sobre ellas partiendo de sus características y no de los hechos concretos ni de la gravedad de los daños que puedan haberse producido, faltando así a los principios de proporcionalidad y de mínima intervención que deberían regir su actuación en un Estado de Derecho.
Cuando aún tenemos estómago para encender la televisión, en cambio, vemos un auténtico desfile de parásitos sociales. De vampiros de recursos que poco tienen que ver con la marginalidad y que casi siempre escapan a un sistema penal y penitenciario que se dedica a contener y castigar la marginalidad.
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