El Chino no es chino sino de Cuenca.
Su padre murió cuando él era pequeño. Su madre no pudo hacerse cargo de sus ocho hijos. Se quedó con la pequeña, con los dos mayores y a los otros cinco los internó; tres niñas y dos niños, uno de ellos era El Chino.
Nada más llegar al internado los separaron, como mandaba la religión; chicas por un lado, chicos por otro. Y así comenzó su vida, sin padre ni madre ni perro que le ladre. Bueno, sí, perro sí pero eso fue después.
Pasó diez años en el internado. Constantemente se escapaba, pero por falta de recursos económicos su madre le llevaba de vuelta con las monjas.
Con catorce años se escapó definitivamente. Lo hizo como llegó; con lo que llevaba puesto. Y se tuvo que buscar la vida ya que a él nadie le daba nada.
Un día él y otros dos niños esperaron toda la noche al acecho del cierre de un bingo. Cuando este quedó vacío por completo entraron y se llevaron una caja de caudales con toda la recaudación. Poco tiempo después eran detenidos. Doble delito; robo a la propiedad privada y robo al estado.
Los primeros nueve meses los pasó en la cárcel Modelo de Valencia y después lo trasladaron a Cuenca.
En los dieciocho meses que estuvo en preventivos no conoció a su abogado. Lo hizo el día del juicio. El Chino estaba tan sorprendido como enfurecido cuando se lo llevaban al juzgado.
–¡Pero si no conozco a mi abogado! ¿Cómo me llevan a juicio?– Preguntó.
–¡Ah, aquí los hechos son los hechos!– Le contestaron.
Ante las acusaciones de la fiscalía el abogado no intervino; ni para preguntar, ni para afirmar, ni para protestar, ni para defender a su defendido. Se le había advertido: “¡Los hechos están firmados!”.
Para lo único que abrió la boca fue para informar al Chino: “¡La máxima, once años de prisión!”. El Chino solo tenía diecisiete.
Adelaida Artigado
Más cosas de la autora:
Poesía y relatos contra la cárcel
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