Traducimos al castellano dos artículos publicados en catalán en el número 539 de La Directa, firmados el primero por Ester Fayos, Gemma García y Vicent Almela y el segundo por éste último, donde se tratan algunos aspectos de la evidencia resumida en el dicho popular que hemos puesto en el título y se puede encontrar escrito en las paredes de cualquier prisión del territorio dominado por el Estado español. El cartel de arriba es la convocatoria de sendas mesas redondas sobre este tema convocadas en Castellón para el próximo viernes, 11 de febrero, y en Barcelona para el jueves de la semana que viene, 24 de febrero.
VIDAS MARCADAS POR LA POBREZA Y LA CÁRCEL
La comisión de delitos condicionados por el entorno socioeconómico o la imposibilidad de hacer frente al pago de penas de multa aboca a muchas personas a los centros penitenciarios y a un escenario de indefensión antes, durante y después de cumplir la condena
Una muda de ropa, utensilios de higiene personal y documentación. Esto es todo lo que lleva en una mochila Marouan Daif desde que vive en la calle. El peso más pesado que arrastra es el paso por la cárcel. Ha ingresado en los centros del complejo de Brians (Sant Esteve Sesrovires, Baix Llobregat) en tres ocasiones: veinte días, un mes y dos semanas –respectivamente– por no haber pagado multas derivadas de delitos leves en los últimos cuatro años. De alguna de estas condenas no se enteró hasta que la policía le detuvo para decirle que estaba en busca y captura. De otras supo cuando los plazos para pagar o sustituir el ingreso por trabajos en beneficio de la comunidad ya habían expirado. Pronto podría estar de nuevo entre rejas si no hace frente al pago fraccionado de una nueva pena de multa que ha establecido un juez. En origen, carga una vida familiar complicada, un proceso migratorio y un estado de salud delicado que le han llevado donde está: “La calle me está pasando mucha factura, nunca había entrado en prisión”.
En el caso de Daif, las entradas en prisión son consecuencia de peleas en la calle, pero también hay muchas personas en situación de calle o con graves dificultades económicas, sociales y de salud que acaban privadas de libertad por hurtos, robos o tráfico de drogas. La pobreza hace más probable el paso por prisión y así lo apuntan las estadísticas del Departamento de Justicia de la Generalidad de Cataluña y de la Secretaría General de Instituciones Penitenciarias del gobierno español, que recogen porcentajes relevantes de encarcelamientos por hechos delictivos muy relacionados con la carencia de recursos o con situaciones de marginalidad. Asimismo, también transparentan la discriminación por origen, incluso antes de la condena: las personas “extranjeras” –aquellas que no tienen regularizada su situación administrativa, las que tienen NIE, pero no nacionalidad, y las que son ciudadanas de otros estados de la UE– ingresan más del doble de veces en prisión preventiva que el resto, puesto que, para dictarla, la ley de enjuiciamiento criminal tiene en cuenta el arraigo “laboral” y “familiar”.
Los datos más recientes disponibles de Cataluña (31 de diciembre de 2020), Comunidad Valenciana e Islas (14 de enero de 2022) revelan que más de un tercio de las personas presas cumplían condena por delitos contra el patrimonio y el orden socioeconómico ( el 40% en Cataluña, el 35,8% en País Valenciano y el 38,9% en Islas) y casi una quinta parte, por delitos contra la salud pública, en gran parte relacionados con el tráfico de drogas (17% en Cataluña , 16% en País Valencia y 18% en Islas). Si lo desgranamos con las estadísticas del mismo año incluidas en el informe SPACE del Consejo de Europa, aflora que, en el Estado español, el 36% de los delitos son robos y hurtos, y el 17% son contra la salud pública. La experiencia del abogado Xavier Muñoz, quien cada quince días se desplaza a la cárcel de Wad-Ras (Barcelona) para brindar asesoramiento gratuito, lo avala: “Hay muchas personas encarceladas por okupaciones, hurtos, venta de droga o por pinchar la luz. En definitiva, por delitos derivados de situaciones de pobreza”.
Las cifras contrastan con que en Cataluña en el 2020 sólo 36 personas fueron privadas de libertad por delitos contra la hacienda pública y la Seguridad Social, como el fraude fiscal; y únicamente once por delitos contra la administración pública, como la prevaricación, el cohecho, el tráfico de influencias o la malversación de caudales públicos. Las personas ricas o famosas inmersas en procedimientos judiciales por fraude fiscal o corrupción a menudo consiguen librarse de la cárcel recurriendo a lo que en términos jurídicos se llama «conformidad previa a juicio», consistente en pactar con la Fiscalía una condena más baja para eludir la prisión ya cambio declarar su culpabilidad y asumir la responsabilidad civil devolviendo las cantidades apropiadas ilícitamente más una multa económica. Mientras Marouan Daif ha pasado más de dos meses en prisión por no pagar penas de multa, el abogado Emilio Cuatrecasas evitó pisarla en el 2014, a pesar de haber confesado un fraude de 4,1 millones de euros a Hacienda a través de un entramado societario.
Entre rejas por no poder pagar
Una de las realidades que mejor refleja el estrecho nexo entre carencia de recursos económicos y encarcelamiento es la aplicación de las penas de multa, una pena pecuniaria que consiste en la imposición del abono de una cantidad de dinero a raíz de la comisión determinados delitos. Si no se satisface el pago, se activa la responsabilidad personal subsidiaria (RPS) que, en términos generales, significa un día de prisión por cada dos días de cuota pendiente. Desde Metzineres, una entidad que acompaña a mujeres y personas no binarias que viven múltiples situaciones de violencia, la abogada Marta Valldaura alerta de que entrar en prisión en estas circunstancias comporta que se rompan procesos: “Hay mujeres que habían logrado acceder a un albergue y pierden la plaza o personas con problemas de salud mental que ven truncada su medicación o las visitas con profesionales”.
Susana Moreno entró por primera vez en el penal de Wad-Ras con 18 años, ahora tiene 53. La vida en la calle la llevó a consumir drogas y las drogas a vivir en la calle. Es difícil averiguar por qué orden. “Robaba para cubrir las necesidades de consumo, para encontrarme bien. Sólo lo entiende quien lo ha pasado”, reconoce. Los pequeños hurtos se convirtieron en penas de multa y los impagos en prisión. Ha entrado cuatro veces a lo largo de su vida: en total, más de siete años entre rejas. El sufrimiento ha moldeado las facciones de su cara, pero las ganas de salir adelante se leen en el destello de sus ojos: “Había cosas que no me gustaban de la sociedad, me removieron mucho y terminé cayendo en heroína. Fueron años muy duros, perdí a mucha gente que amaba, pero la última vez en prisión me dije que sería la última”. Ha tejido un vínculo estrecho con Metzineres y ahora vive en una habitación en el barrio barcelonés del Raval, el único que puede permitirse con una pensión de 400 euros, de la que aún pierde más de cien al mes, intuye que por alguna pena de multa pendiente.
También por hurtos inferiores a 400 euros, Laura Iñigo lleva seis meses privada de libertad en Barcelona. Con tan sólo 18 años, Eduardo Prado cumple pena de cárcel en Picassent (l’Horta Sud) porque no pudo pagar una multa de cien euros por lesiones. Diana Rueda, aunque actualmente se encuentra en tercer grado por robo en un domicilio, pisó por primera vez un centro con la mayoría de edad cumplida debido a no pagar una pena de multa por robar una moto. Son sólo algunas historias, con nombres ficticios, que se esconden detrás de las cifras de ingresos por cumplimiento de la responsabilidad personal subsidiaria. Representan una parte relevante del total y han experimentado una tendencia al alza en los últimos años.
Condenadas sin saberlo
Según datos facilitados por el Departamento de Justicia de la Generalidad de Cataluña a la Directa, en los últimos dos años, entre un 12% y un 13% de la población reclusa lo está por penas de multa, 1.018 en 2020 y 947 en 2021; y, desde 2017, los números absolutos no han parado de crecer. El abogado Xavier Muñoz está convencido de que la crisis económica derivada del COVID-19, así como las restricciones en la movilidad, la incomunicación con los juzgados y la consiguiente desconexión de los procedimientos, han incrementado este tipo de ingresos.
De acuerdo con el último informe sobre reincidencia penitenciaria en Cataluña, de 2014, elaborado por el Centro de Estudios Jurídicos y Formación Especializada, dos terceras partes de las personas presas por impago de multa son “extranjeras” y han cometido un delito contra la propiedad , casi la mitad tiene antecedentes, y la mayoría tienen como máximo estudios primarios y carecen de domicilio fijo o residen fuera de Cataluña.
Precisamente, el no estar localizable y que no sea obligatorio contar con abogada ante un delito leve hace que muchas condenadas no sepan ni que lo están. De este modo, se les acumulan causas y un día la policía las identifica por la calle y quedan detenidas, como le ocurrió a Marouan Daif. «Se hace un juicio y se dicta una sentencia sin ellas, que no pueden recurrir», lamenta Marta Valldaura. El desconocimiento es el primer eslabón de indefensión que también señala Bea Fernández, responsable del servicio jurídico de la Fundación Arrels: “Puede que las personas sin hogar hayan sido ilocalizables durante muchos años y se les generen asuntos judiciales que no controlan”. Además, si la afectada no lo solicita antes de que se dicte sentencia, pierde la posibilidad de optar a la sustitución de la pena por trabajos en beneficio de la comunidad.
Si logran empadronarse en el centro de alguna entidad o en un domicilio fijo, es cuando comienzan a emerger las citaciones o notificaciones judiciales. En plural, porque el último informe sobre reincidencia penitenciaria en Cataluña subraya que un 53,4% de las penadas con penas de multa reincide; lo que, según las responsables del estudio, evidencia «la poca eficacia de esta medida».
La desproporcionalidad
El Código Penal contempla un sistema de proporcionalidad para penas de multa en función de la “situación económica del preso, deducida de su patrimonio, ingresos, obligaciones y cargas familiares”, una idea que se refuerza desde el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña: «El juez hace una consulta oficial a la administración correspondiente». Ahora bien, de la teoría a la práctica, según Muñoz, existe un largo trayecto. Este letrado lamenta que normalmente no se indaga y acaba siendo una pena desproporcionada para una persona empobrecida.
El informe “La prisión por impago de multa en Cataluña”, publicado por el Centro de Estudios Jurídicos y Formación Especializada en 2016 va más allá y denuncia que “las carencias procesales, organizativas y materiales dificultan la adecuada indagación de la auténtica capacidad económica en los dos grupos de casos más extremos”, en referencia a quien dispone de recursos elevados y a quien se encuentra en situación de exclusión social o con ingresos modestos. A los primeros, por imponerla inferior a la disponibilidad económica y, a los segundos, todo lo contrario.
Al margen de los motivos del ingreso, la falta de recursos económicos también deja huella en el paso por la cárcel y la posibilidad de volver a ella. Las expertas en sociología y derecho entrevistadas coinciden en afirmar que el combate contra la reincidencia es poco fructífero porque no se erradican las causas que motivaron las conductas delictivas, como la pobreza, la marginalidad o los problemas de drogodependencia. De hecho, según el citado informe, un 48,3 % de la población interna reincidente que se evaluó presentaba problemas de empleo y un 40,2% problemas económicos.
«La prisión es un círculo muy peligroso», apunta Cristina Garés, psicóloga y miembro del Observatorio del Sistema Penal y Derechos Humanos (OSPDH). Especializada en criminología y sociología, Garés advierte que si sales y no hay un buen acompañamiento, las posibilidades de volver a delinquir son mucho más altas. Cuando una persona abandona la cárcel, puede solicitar el subsidio para personas liberadas de prisión –de 463,21 euros, actualmente– una cuantía que, para Diego Salvador, psicólogo de Iniciativas Solidarias, una entidad que acompaña a presas y expresas, no es suficiente para poder hacer frente a las necesidades básicas. Por eso, suelen priorizar la búsqueda de trabajo, que puede eternizarse por la misma estigmatización y aislamiento que sufre la población exreclusa: “La sociedad no quiere contratar a un camarero o a un cocinero que ha estado en prisión. Además, los vínculos sociales creados se han cortado. Todo esto todavía les aboca más a la pobreza y es muy sencillo volver a la vida que tenían antes”, advierte.
La historia de Donatello Priami ejemplifica a la perfección cómo la prisión agrava la situación de vulnerabilidad o cómo, incluso, puede conducir a ella. Priami trabajaba como cocinero en un restaurante de Valencia, hasta que fue condenado a nueve meses de cárcel por un delito de injurias. A los tres meses y medio logró la libertad condicional, pero volvió a delinquir, porque, aunque lo intentó, no logró un nuevo puesto de trabajo. «Vendía marihuana para obtener algunos ingresos, me pillaron y me encerraron seis meses más», relata. Hace dos semanas que recuperó la libertad, pero el miedo a enfrentarse de nuevo a la pobreza le persigue.
Defensa precaria
“Dentro, sin una familia que te meta dinero todos los meses, tampoco es nada fácil sobrevivir y, mucho menos, defenderte”. Son palabras de Jaime Trapote quien, con 44 años, ha pasado más de la mitad de su vida encarcelado. A los 15 años pisó un centro penitenciario por primera vez, pero, después de tres días insistiendo en que era menor de edad, le trasladaron de Alcalá-Meco a un centro de menores, del que se escapaba siempre que podía. Nacido en una familia de clase obrera, con 23 años empezó a cumplir la primera condena por varios robos, reincidiendo hasta en catorce ocasiones. Hace menos de un mes, salió de la cácel de Villena, en l’Alt Vinalopóe, recuperando la libertad después de once años y catorce días encerrado.
Trapote destaca la «pésima» asistencia jurídica gratuita que ha recibido, bien por la «falta de conocimientos y compromiso» de algunas letradas o bien por las reiteradas sustituciones de estas profesionales. A lo largo de la última condena, el ex preso se vio inmerso en toda una odisea para recibir la asistencia legal: “Tuve que esperar meses y meses. Incluso puse una reclamación, que me desestimaron porque decían que ya me habían visitado, pero no era cierto”.
La ley 1/1996, así como los decretos 252/2016 y 17/2017 de la Generalidad de Cataluña y la Valenciana, respectivamente, permiten a las personas en situación de vulnerabilidad solicitar asesoramiento y defensa gratuita. Las abogadas asumen la defensa de la acusada durante todo el procedimiento judicial y, obligatoriamente, deben seguir ofreciendo servicio durante los dos años posteriores a la sentencia. Sin embargo, la abogada de la asociación valenciana Àmbit, Pilar Serrano, denuncia que “muchas veces, los compañeros de oficio entienden que con la sentencia ha terminado su trabajo y la ejecución de la pena se queda coja de asesoramiento” . Comparte la mirada crítica Salvador, quien recuerda que la indefensión jurídica ha marcado el futuro de algunas de las personas que ha acompañado: “Ha habido casos en los que los recursos no han llegado a tiempo o el acusado no conocía a su abogado ni la estrategia jurídica”.
El presidente de Òmnium Cultural, Jordi Cuixart, no lo ha sufrido en propia piel, pero sí ha podido testimoniarlo durante su paso por las prisiones de Lledoners (El Bages) y Soto del Real (Madrid), donde ha estado tres años y ocho meses. Cuixart ha conocido a reclusos que no podían ejercer sus derechos penitenciarios por desconocimiento o falta de capacidad para defenderlos: “Si tienes dinero para unos buenos abogados, puedes ir batallando y, al final, un traficante condenado a quince años puede llegar a salir antes que un pequeño vendedor de barrio con recursos limitados y decenas de condenas menores, derivadas de problemas estructurales”, ejemplifica. La eficiencia del servicio de asesoramiento gratuito dentro, por Cuixart, «siempre depende del compromiso de la dirección de la prisión y, en última instancia, del responsable del módulo».
La condena a la soledad
Además del asesoramiento jurídico, la red de apoyo también es un salvavidas en la cárcel y Luis Antonio Machado no la tuvo. Se quedó huérfano cuando tenía sólo 5 años y los reformatorios y la calle se convirtieron en sus lugares de residencia. Cuando cumplió 18 años, sufrió su primera condena en el centro penitenciario de Monterroso, en Lugo. Ha estado entre barrotes en tres ocasiones, la última por un delito de desobediencia, resistencia y atentado contra la autoridad, con una pena de nueve años y medio que sigue cumpliendo en régimen abierto en Valencia, donde vive, en uno de los espacios que habilita a la entidad Casal de la Pau para personas en libertad condicional o que acaban de salir de la cárcel.
Durante el cumplimiento de la última condena, Machado debía trabajar para cubrir algunas de las necesidades básicas dentro del centro. Al poco de entrar, le ofrecieron trabajar como bibliotecario y aceptó el lugar sin dudarlo. Por una jornada de cuarenta horas semanales, cobraba 212 euros al mes, de los que una pequeña parte la destinaba a comprar comida o productos de higiene en el economato penitenciario. “No tener familia fue lo peor –explica Machado–, porque te encuentras solo ante el peligro. Cuando entre en prisión, tengo que defenderme en todos los sentidos: física, económica y moralmente”.
Machado no pudo contar con un contrafuerte familiar, pero tenerlo tampoco es garantía de poder disponer de recursos económicos suficientes. Según un estudio sobre la situación de las personas con problemas de drogas en prisión del año 2008, elaborado por la Red de Atención a las Adicciones en colaboración con el Ministerio de Sanidad español, el perfil familiar predominante se caracteriza por las carencias económicas: el 36,6% de los padres son pensionistas y el 45,8% de las madres son trabajadoras del hogar.
Mari Carmen Molina es una de estas madres con dificultades para apoyar económicamente a su hijo, que desde hace dos años cumple condena en la cárcel de Córdoba, a más de 500 kilómetros de Xilxes (la Plana Baixa), su pueblo natal . Hace dos años que su familia no le ve. El marido de Molina se encuentra en paro y ella perdió su puesto de trabajo en un almacén de naranja después de un accidente. Con el tiempo se recuperó, pero no volvieron a contratarla y tuvo que sobrevivir con un subsidio de 400 euros al mes. «Intentamos visitarlo en dos ocasiones, pero el viaje costaba unos 400 euros, entre transporte, comida, hotel…», lamenta.
Si la pobreza condiciona la entrada y el paso por prisión, la salida no es una excepción. A la hora de obtener permisos, tercer grado o libertad condicional, juega un papel clave el hecho de poder vivir en un espacio adecuado para la reinserción o disponer de una residencia legal. Pero la realidad en España es que el 57,5 % de las personas presas no disponen de vivienda propia o de alquiler, según la Red de Atención a las Adicciones. Las trabas crecen en el caso de la población penitenciaria extranjera que no tiene residencia legal en el Estado y con quien, según el abogado Xavier Muñoz, «las instituciones penitenciarias catalanas son especialmente restrictivas respecto a la concesión de beneficios penitenciarios». En estos casos, entidades como Àmbit o Arrels trabajan para ofrecer una alternativa habitacional en residencias o pisos de acogida.
Acompañar a la gente presa
Las entidades no hacen ni mucho menos el único acompañamiento a la población reclusa. Las asociaciones de familiares, los grupos de apoyo y los colectivos anticarcelarios también atienden a necesidades básicas de las personas presas, pero de forma autogestionada. La Asociación de Familiares y Amigos de Presos y Expresos (AFAPE) sembró una semilla en este sentido en 1976, cuando nació en el marco de la lucha de la Coordinadora de Presos en Lucha (COPEL), y ha servido de referente para a la aparición de otros espacios, como la gallega Nais contra la impunidade, Familias Frente a la Crueldad Carcelaria o Familias de Presos en Cataluña. Gracia Amo, portavoz de la asociación catalana de familiares, considera que tienen un conocimiento más directo de las necesidades a cubrir, en la mayoría de casos asociadas a problemas de pobreza: “Ingresamos peculio periódicamente, entramos ropa, pagamos abogados para conseguir derechos básicos y visitas psiquiátricas… Intentamos sacar dinero de donde sea para hacer frente a las necesidades”.
La tercera pata en el acompañamiento de personas presas es lo que ofrecen desde los grupos de apoyo y colectivos anticarcelarios, como Tokata, La Corda o Fuig. Fernando Alcatraz, miembro del colectivo Tokata de Valencia, recuerda que en los orígenes de los grupos de apoyo, en los años setenta, los barrios se implicaban para intentar excarcelar a los presos. Ahora, en cambio, su labor se centra principalmente en paliar las carencias afectivas, denunciar las vulneraciones de derechos, facilitar que se coordinen dentro para poner en marcha acciones y luchar contra la indefensión jurídica.
‘VAGOS’, MALEANTES Y OTRAS DISIDENCIAS INCÓMODAS PARA EL SISTEMA PENAL
Un repaso histórico muestra cómo la cárcel, desde sus orígenes en el siglo XVII, se ha utilizado para ‘sacar de la circulación’ los sectores abocados a la exclusión social
Desestructuración familiar, dificultades afectivas, rebeldía adolescente, marginación social, pobreza y violencia. Éstos son los patrones comunes que encontró Daniel Pont entre la población penitenciaria la primera vez que ingresó en una cárcel en 1967, poco después de cumplir la mayoría de edad. Haber cometido algunos delitos menores durante la adolescencia le convirtió en una víctima más de la entonces llamada ley de vagos y maleantes, aprobada por las Cortes de la Segunda República en 1933, en lo referente al tratamiento penal de personas sin techo, que practicaban la mendicidad, trabajadoras sexuales, proxenetas y otros comportamientos considerados antisociales por parte del gobierno republicano, y que posteriormente fue ampliada por la dictadura franquista para reprimir también la homosexualidad. Esta legislación, basada en el concepto de higienismo social no sancionaba delitos sino conductas, intentando evitar su comisión futura, por lo que incluía medidas de alejamiento, control y retención de los individuos supuestamente peligrosos. Pont pasó cuatro años de prisión en prisión por todo el Estado, en los entonces llamados «reformatorios de vagos y maleantes», que en la práctica resultaban ser campos de trabajo forzado para personas sin recursos.
“Con 22 años salí de prisión con un odio social muy fuerte, que me llevó a cometer delitos mayores, sobre todo atracos, y a volver a ingresar en prisión pocos años después”. En esta segunda ocasión, aparte de la condena asociada a un delito de atraco, se le aplicaría también la entonces recientemente aprobada ley de peligrosidad social –que en 1970 había sustituido a la ley de vagos y maleantes–, que le comportaría de nuevo cumplir la condena “a pulso” –sin beneficio penitenciario ni rebaja–, lo que le mantuvo privado de libertad hasta 1979. Precisamente, una de las reivindicaciones de la Coordinadora de Presos en Lucha (COPEL), que se fundó en la prisión de Carabanchel a finales de 1976 con el objetivo de luchar para que la nueva ley de amnistía para las personas presas políticas de la dictadura que estaba en proceso de negociación incluyera también a los presos sociales –los cuales, finalmente, quedarían excluidos– y en la que Daniel Pont tuvo un rol muy activo, fue acabar con estas jurisdicciones especiales que suponían una doble condena para las personas sin recursos: una por su perfil social de “posible” delincuente, y la otra por los delitos cometidos.
Código Penal con mayor penalidad
“El uso del sistema penal y la reclusión de los pobres para ponerlos a trabajar es muy anterior a la ley de vagos y maleantes. De hecho, la misma genealogía de la cárcel en el siglo XVII, mediante las llamadas casas de corrección, ya lo contemplaba”, recuerda César Lorenzo, doctor en Historia y autor del libro Cárceles en llamas (Virus Editorial, 2013). En España, según explica Lorenzo, el sistema penal sigue desde el principio la misma doctrina “encerrar a la gente marginal por su comportamiento antisocial y a las personas que atentan contra la seguridad o la moral del régimen”, y añade que después se aplican leyes como la de vagos y maleantes y peligrosidad social, “que les vienen muy bien también para criminalizar y perseguir a los obreros de las fábricas, especialmente anarquistas, y cualquier disidencia política del momento”.
Con el fin de la dictadura y el inicio del llamado proceso de Transición democrática se producen algunos cambios y reformas en el Código Penal, como la eliminación de las sanciones a las personas por su orientación sexual y, en 1983, se producía la excarcelación de una parte considerable –5.000 personas– de la población penitenciaria preventiva, que rondaba el 40% del total, mediante la modificación de la ley de enjuiciamiento criminal. A pesar de las reformas, la ley de peligrosidad social seguiría activa hasta el nuevo Código Penal de 1995, considerado por mucha gente el primero de la democracia.
“Paradójicamente, es con este nuevo Código Penal cuando se produce el mayor aumento de población penitenciaria de la historia”, explica Iñaki Rivera, profesor de Derecho Penal de la Universidad de Barcelona. En todo el Estado se pasa de 44.000 personas presas en 1995 a 74.000 en 2010. Según describe Rivera, existen varios factores que explican este aumento de la población entre rejas: “Por un lado, el aumento de la penalidad, impulsada por estrategias de alarma social y el populismo punitivo, hacia dos tipos de delitos vinculados a situaciones de pobreza y marginalidad, como son los delitos contra el patrimonio y la salud pública; por otra, la eliminación de la redención de penas por trabajo incluida en el anterior Código Penal y la dificultad para acceder a beneficios penitenciarios, lo que supondría que quien entraba en prisión se quedaba mucho más tiempo y, por último, la nueva penalidad hacia las mujeres y las personas migrantes recién llegadas”. Según Rivera, el perfil de las víctimas del sistema penal ha ido cambiando, pero siempre responde al mismo patrón: personas que estructuralmente tienen menos recursos.
Ser mujer es otro de los factores que penalizan dentro de la población penitenciaria. Isabel Almeda Samaranch, profesora y catedrática de Sociología por la Universidad de Barcelona, conoce bien esta intersección entre migración y pobreza en las mujeres presas: “La prisión afecta sobre todo a mujeres que ya estaban excluidas previamente a su proceso de privación de libertad, principalmente mujeres migradas, sin redes de contención, que han sufrido violencia –física o estructural– o usuarias de drogas en contextos de marginalidad”. Más de un 90% de mujeres que cumplen prisión están condenadas por delitos contra el patrimonio –por robos vinculados al consumo o la supervivencia– o contra la salud pública –por el mercadeo o transporte de sustancias a través de fronteras, normalmente ejerciendo de lo que se conoce como “mulas”. El Estado español tiene una de las mayores tasas de encarcelamiento de mujeres de la Unión Europea (alrededor del 7%), algo que, según Almeda, se explica en la alta feminización de la pobreza, el poco desarrollo de el estado del bienestar, la fuerte criminalización de las migraciones, la progresión de las políticas punitivistas y la falta de alternativas a la prisión y de una sociedad civil organizada en torno a este tema. “La cárcel es la punta del iceberg del patriarcado. Una prisión nunca puede ser feminista, pero es una cuestión feminista, que desde los feminismos debemos abordar”.
Nuevas represiones
La tendencia de crecimiento continuo de la población penitenciaria se detuvo hace una década, cuando las estadísticas de personas privadas de libertad –tanto en los Països Catalans como en el Estado español– comienzan a disminuir, algo que se intenta explicar desde diferentes campos del derecho penal y la sociología. Según Iñaki Rivera, la explicación de este fenómeno es muy clara: la expulsión masiva de personas migradas a sus países de origen y el inicio de lo que llama la “burorrepresión”. “Llega un punto en el que las prisiones comienzan a ser insostenibles por el estado en términos económicos, y, por tanto, estratégicamente, se buscan nuevas fórmulas sancionadoras que implican recaudar fondos para las arcas públicas y gastar lo menos posible”. El mejor ejemplo es la nueva Ley orgánica de protección de la seguridad ciudadana de 2015, en la que se tipifican nuevas infracciones administrativas y se incrementa la cuantía de las sanciones, que de nuevo encuentran a sus principales infractoras en el mismo sector social de siempre: jóvenes, personas que provienen de entornos de marginalidad, disidentes políticas y personas migradas.
«No es casualidad que el sistema penal actúe de nuevo selectivamente contra este sector social» explica Rivera. Este hecho viene facilitado, según el jurista, por «la docilidad de una sociedad cada vez más plastificada e individualista que no da ni construye ninguna resistencia colectiva para erradicar la criminalización de la pobreza y la disidencia». Y avisa que, si no nos implicamos, deberemos prepararnos para tiempos mucho peores: “Veremos cuál será el próximo objetivo del sistema penal”.