Todas las personas que son juzgadas y luego condenadas en un proceso penal son chivos expiatorios. Chivos expiatorios de un sistema incapaz de mirarse a sí mismo para realmente solucionar los problemas sociales y económicos que dan lugar a la delincuencia. A toda: desde los delitos contra la propiedad, delitos contra las mujeres, el tráfico de drogas, el medio-ambiente y también los llamados delitos económicos o de cuello blanco a los que nos queremos referir ahora.
De este modo el sistema de justicia penal utiliza el castigo a las personas como forma de hacer público aquello que está bien y aquello que no lo está −presentándose como una ciencia y con normas las cuales pretende que sean tenidas como naturales o dogmas de fé− queriendo ser a la vez ejemplarizante, elemento de cohesión social entre los no-delincuentes y un método de reinserción. Es así como las personas al ser condenadas se convierten en chivos expiatorios de un sistema de vida de toda la humanidad.
Debe ir por delante, aunque tal vez sobre decirlo –porque es del todo conocido–, que históricamente los delitos recogidos en el Código penal han sido delitos que en buena medida tenían en el ojo de mira personas con un claro perfil de pobreza: delitos contra la propiedad y tráfico de drogas fundamentalmente, y todavía a día de hoy son los delitos por los que más personas están en prisión.
Que las cárceles están llenas de personas con dificultades económicas, con problemas de salud mental y otros estructurales. Que los estándares de exigencia de prueba en un juicio en unos delitos y en otros han sido y siguen siendo totalmente diferentes. Es decir, la presunción de inocencia decae en más ocasiones en delitos comunes que en delitos que hemos llamado de cuello blanco. Que además se siguen poniendo más esfuerzos policiales en contener la protesta social, por ejemplo, que en controlar ciertos flujos de dinero entre personas de poder. Que todavía hoy las penas de prisión pueden ser mucho más altas para un delito de robo con fuerza (robar escalando una pared o rompiendo un escaparate, por ejemplo), que para un delito societario como el de falsear las cuentas de una sociedad. Y por qué no decirlo, que muy probablemente para un juez es más fácil enviar a prisión a una persona con la cual no se identifica que a otra de su misma clase social. Es decir, el agravio comparativo es innegable. Existe una desigualdad a la hora de encontrarse frente a un posible castigo y una importante diferencia a la hora de poder terminar cumpliendo una pena privativa de libertad en una cárcel y cuánto tiempo se va a alargar la condena dependiendo de quién seas, qué hayas hecho y qué pienses. Este agravio comparativo se convierte –se está convirtiendo ya– en un arma de doble filo, frente al cual, la mayoría de personas, sin comprender la realidad penitenciaria y lo que la misma supone, perciban este trato (porque lo es) como desigual e injusto y terminan por exigir para “el otro” mayores tiempos de cumplimiento de condena y a ser posible en peores condiciones, en vez de una justicia menos dura (y más justa) para ambos. Venganza que no deja de ser un reflejo más de la cultura del castigo en la que vivimos, de haber interiorizado que un mal justifica otro mal (y que además es necesario) y de los pocos espacios para las alternativas que nos permiten las dinámicas punitivas.
No podemos infravalorar las consecuencias de las tendencias actuales al recurso al sistema penal y a la cárcel, legitimadas por la posibilidad de que ciertas personas, llámese Urdangarín, Blesa, Barcenas, Matas… sean condenadas a prisión. Para quienes llevamos muchos años en esto es curioso contemplar cómo en ciertos programas de televisión contertulios quienes han pedido la prisión perpetua para algunas personas se lamentan hoy de los abusos de la policía en la “operación púnica”, del espectáculo mediático de estas detenciones, de cómo recurren a la presunción de inocencia permanentemente e incluso hay quienes se atreven a denunciar la existencia de la cárcel. Pero estas dinámicas no son las únicas que nos son extrañas. También lo son aquellas en las que compañeras que antes criticaban la prisión como forma de resolver los conflictos y hablaban del “mito de la reinserción” hoy se alegran de que haya nuevos huéspedes en las cárceles o incluso que estas estén en mejores condiciones que otras personas. O incluso que de personas que jamás hubiesen “mandado” a nadie a prisión en una discusión entre amigos, hoy la primera palabra que salga de sus bocas sea “esos a la cárcel”.
La exaltación del sistema penal y de la cárcel que estamos viviendo es los últimos meses es alarmante y no estamos siendo suficientemente conscientes de ello. Esta tendencia ya se ha desarrollado en otros países similares al nuestro y justamente a raíz del destape de importantes problemas de corrupción. Tangentopoli se llamó al caso de corrupción más famoso de Italia en los años 90 por el que pasaron por el juzgado más de 4000 empresarios y representantes de todos los partidos políticos italianos. Tangentopoli dejó tras de sí la huella del paso por prisión de importantes personajes de la vida política y social italiana e incluso algunos de ellos hicieron denuncias públicas sobre la realidad carcelaria; otros se suicidaron. Sin embargo, después de este periodo no se puede decir que la corrupción en Italia no esté en el escenario cotidiano pero sí que el control penal y la prisión están más consolidadas que entonces en este país.
Las dinámicas legitimadoras del show penal al que estamos asistiendo por el hecho de que ciertos personajes, antes a salvo de la justicia, sean ahora potenciales condenados, debemos advertir pueden traer graves consecuencias y peligros.
La primera y fundamental es la de reafirmar el sistema de justicia penal y de la cárcel abandonándonos a la idea de que no hay alternativas. Pero decir que no hay alternativa al castigo para limitar el delito, además de no limitar el delito, supone sobre todo una afirmación por la que se termina por aceptar todo un modo de vivir del que lamentarse (sin intentar cambiarlo) y sin darnos cuenta de las posibles conexiones entre ambos extremos: nuestro modo de concebir la vida y las relaciones humanas y el Derecho penal.
La segunda es la de considerar que juzgando a algunas personas y metiéndolas en prisión el problema de los delitos de cuello blanco −ya sean las grandes estafas, delitos societarios, blanqueo de capitales, delitos contra la hacienda pública, de corrupción, etc.− se termina, da lugar a que no se adopten medidas de otra índole que serían sin duda más efectivas. Estas deberían ir desde la más básica consistente en un cambio en la educación –para que deje de basarse en el consumo y la competencia (alcanzar cotas de poder)–, hasta la creación de otro tipo de controles, pasando por respuestas en el ámbito civil que, en todo caso, implicarían cuestionar toda la cultura capitalista. Nos referimos en concreto a adoptar medidas concretas tales como una verdadera Ley de Transparencia –no como la que recientemente ha sido presentada por el Gobierno del Partido Popular como un ejemplo–, leyes tributarias justas y controles tributarios reales, apostar por un modelo de empresa basado en la Responsabilidad social y así un largo etcétera que podrían vehicular hacia un cambio civilizatorio en el modelo económico porque, no nos engañemos, es el capitalismo el que da lugar a este tipo de delitos.
La tercera es que ante la inminente entrada en prisión de personas para las cuales parecían no estar pensadas, éstas sean adaptadas (como de hecho ya parece que se está haciendo en Valencia, Madrid y Andalucía) y adecuadas creando aún más desigualdad en prisión, al consolidar el que haya personas presas de primera, segunda y tercera, haciendo todavía más insoportable la estancia dentro para algunas personas y mucho más absurdo el castigo como mecanismo para realizar la justicia, cualquiera que sea la visión que se presente de ésta.
En definitiva queremos hacer ver los peligros de la consolidación de la cultura del castigo concretada en sus últimas y más graves consecuencias en el castigo penal. Esta exaltación tiene grandes riesgos e impide ver con más facilidad un panorama social diferente, una realidad social diferente que cree una alternativa a la pena, desarrollando formas más eficaces y más justas para evitar las conductas que calificamos como delitos.
También nosotras queremos que no nos estafen, también nosotras queremos que el dinero público de todas y de todos esté protegido de corruptelas, también nosotras queremos seguridad en nuestras vidas y justo por eso sabemos también que todo esto no se consigue con medidas penales y con una exaltación de la prisión. Si se habla con sinceridad ya se saben muchas cosas que deben ser cambiadas. Se sabe que el castigo logra la victimización, la infantilización, la desresponsabilización y la destrucción del aprecio por los y las demás. Por tanto, los esfuerzos en fomentar este camino no hacen más que reforzar a las instancias de poder y nos alejan, a las demás, de esos anhelos.
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