Homenaje Al Criminal Satisfecho De Sí, Orgulloso De Su Delito

En el penal había algunos sujetos que aspiraban a la preeminencia, a sobresalir en todo: en sabiduría, en carácter, en talento. Algunos eran, en efecto, hombres de carácter y de talento y conseguían lo que pretendían, o sea, la preeminencia y un considerable influjo moral sobre sus compañeros.”

F. Dostoievski, “El sepulcro de los vivos

1.

Por respeto a las personas presas, no me permito una actitud conmiserativa ante ellas. No me dan pena los presos, porque, de ser yo un preso, consideraría insultante que alguien se apenara de mí, se apiadara de mí. Nadie me da pena, excepto yo mismo en algunas ocasiones. Nadie se merece, salvo por parte de uno mismo de vez en cuando, la vejación de que un otro se apiade de él, se apene de él, juegue a ganarse algún “Cielo de los virtuosos” corriendo a socorrerle, a ayudarle, sin que se lo haya pedido expresamente. Por ello, no voy a derramar hoy lágrimas a propósito de las prisiones, no me voy a “indignar” por la situación de los reclusos. Al contrario, quiero cantar a los convictos que se han ganado la prisión, quiero homenajear a los “delincuentes honestos”, a los “criminales honrados”, que diría Genet, a los reos que conscientemente violaron la ley y exhiben hoy con orgullo el castigo que los dignifica.

Transgredir la arbitrariedad de la Ley, ese elaborado jurídico “divinizado” (muy distinto al sentimiento de la Justicia) que sanciona la dominación de una clase social sobre otra y antepone los supuestos “derechos” de los más ricos, de los más poderosos, de los propietarios en definitiva, a las ansias y deseos de los subalternos (desposeídos, excluidos,…), debería constituir una obligación de consciencia, un deber moral, para toda persona capaz de mirar de frente nuestra sociedad, de abrir los ojos ante el horror del mundo que hemos construido. Solo la monstruosa “docilidad” de la población, la servidumbre voluntaria de la mayoría, explica que sean tan pocos los delitos perpetrados cada día por los sujetos oprimidos y explotados. Por ello, me quito el sombrero ante la figura del “delincuente honesto”, por recurrir a una expresión muy del gusto de Sillitoe y que utiliza a menudo el protagonista de su relato La soledad del corredor de fondo, un delincuente orgulloso de sus fechorías y un condenado sin un ápice de remordimiento, dispuesto a reincidir en tal que pise la calle. Por ello, canto al “criminal honrado” de Genet, en Milagro de la rosa; a Harcamone, asesino que se había ganado verdaderamente la prisión -no como aquellos ladronzuelos de tres al cuarto, atenazados por el remordimiento, víctimas de errores judiciales o castigados con excesiva dureza por su pequeñas transgresiones, delincuentes sin mérito ni aura. Por ello, levanto la copa de este homenaje ante Pierre Rivière, criminal descrito por M. Foucault, homicida que, “habiendo degollado a su madre, a su hermana y a su hermano”, aún es capaz de justificar racionalmente su comportamiento y vuelve literalmente “locos” a los poderes psiquiátricos y judiciales que intentan clasificarlo como a un insecto y, una vez disecado, encerrarlo en uno u otro de los frascos de la penalidad (¿el frasco de los dementes?, ¿el de los asesinos desalmados, pero perfectamente cuerdos?, ¿el frasco de los antisociales, medio enajenados y medios conscientes de sus actos?).

2.

Apoyándome en una determinada lectura de Foucault (Yo, Pierre Rivière, habiendo degollado a mi madre, a mi hermana y a mi hermano), de Sillitoe (La soledad del corredor de fondo) y de Genet (Milagro de la rosa), pretendo, con esta invectiva, denunciar la infamia de los llamados “módulos de respeto” y de esos otros engendros siniestros del Reformismo Penitenciario, en los que los presos ejercen de carceleros de sí mismos.

En efecto, lo que la ideología penitenciaria presenta como un avance en la “humanización” de las prisiones, como la “prueba de la verdad” de sus afanes re-educativos y re-habilitadores, no constituye, en rigor, más que una modernización de su tecnología represora, que “invisibiliza” la figura clásica del “carcelero” o, al menos, la “dulcifica” oportunamente, transfiriendo a los propios condenados buena parte de las tareas que incumbían a sus vigilantes. De forma razonada, dialogada, incluso asambleísta, los presos “distinguidos” con el premio de sus ingreso en los Módulos de Respeto habrán de hacerse cargo de la buena marcha de la experiencia, del mantenimiento del orden en las celdas: lograr una convivencia satisfactoria entre ellos mismo, y entre ellos y los empleados del Centro, será en adelante un “asunto de su incumbencia”, demanda interna o auto-demanda que, modulados, los propios reclusos se comprometerán a atender. No se descartan privilegios añadidos, si, mediante una tal implicación protagonista de los convictos, se alcanza esa deseada “armonía”, esa ausencia de conflictos relevantes: talleres, actividades extra-penitenciarias, programas de radio, publicaciones, acceso a revistas, etc., etc., etc.

La cárcel refleja así una tendencia general de la sociedad demofascista contemporánea -nuestras sociedades:

1) Preferencia por las estrategias de represión simbólicas (psicológicas, lingüísticas, comunicativas, ideológicas,… desplegadas por los organismos culturales, por las escuelas, por los medios, etc.), en detrimento de las estrategias represivas físicas (violencia directa de la Policía y del Ejército, del funcionariado de Prisiones,…).

2) Dulcificación de las figuras de poder, de las posiciones de autoridad (empresarios, profesores, policías, carceleros,…), de manera que la Institución se maquilla, se “moraliza”, sin alterar por ello los fines coercitivos para los que ha sido diseñada -antes al contrario, los satisface óptimamente, por vías “blandas”, sutiles.

3) Transferencia a la víctima de la dominación de una parte de las prerrogativas del agente opresor, de modo que se haga factible la auto-coacción, la auto-represión, conforme al perfil psicológico del “policía de sí mismo”.

Como consecuencia de estas nuevas tecnologías, cambia el aspecto, la facies del control… El fascismo democrático actual requiere, en tiempos de bonanza, empresarios “obreristas”, que proporcionen viajes de vacaciones a sus empleados, en condiciones ventajosas, a bajo coste; que faciliten su acceso a la vivienda, mediante cooperativas, por ejemplo; que les regalen, incluso, “accciones”, para que se sientan en la factoría “como en casa”, para que conciban la empresa como “su familia”, para que se perciban, de alguna manera, también como auto-empresarios. Requiere profesores “alumnistas”, amigos de los estudiantes, no-autoritarios, dialogantes, partidarios de la gestión democrática, de la auto-calificación, capaces de forjar “ambientes educativos” en los que los escolares, embaucados, crean llevar las riendas de su propia formación -currículum consensuado; clases abiertas, participativas; auto-evaluación; resolución de los conflictos mediante asambleas, etc. Requiere “policías de proximidad”, convenientemente amistosos, serviciales, siempre dispuestos a ayudar a la ciudadanía y, sobre todo, “colaboración ciudadana” con los agentes del orden, de forma que todos ejerzamos de policía de los otros, de policía de nosotros mismos. Y, en las cárceles, se requieren funcionarios de prisiones amables, “educados”, con formación psico-socio-terapéutica si es posible, capaces de establecer relaciones de amistad, si no de complicidad (circunstancial, inofensiva), con los reclusos. Se requieren, sobre todo, Módulos de Respeto, para que la Cárcel enmascare perfectamente su arbitrariedad y su lógica represiva, para que la “Mansión del Dolor” (Wilde) parezca un muy humanitario centro de re-socialización de ovejas descarriadas. Si el preso llega a creerse que “se merece” la cárcel, que a través de la cárcel la sociedad lo está re-educando, le está haciendo un favor, un bien; si se generaliza el perfil del recluso que bromea con los carceleros y respeta a las autoridades penitenciarias, adecuadamente “arrepentido” y dispuesto a re-insertarse en la sociedad mayor desde el abandono de su práctica transgresora y de su afición al delito; si esto termina ocurriendo pronto, entonces el Demofascismo habrá acabado por completo con cuanto de “humano” perduraba en el corazón del hombre. Estaremos perdidos, en una cárcel sin barrotes y al aire libre, la cárcel de la vida dictada.

3.

No todos los presos caen en la trampa de la Institución, por supuesto. Harcamone, en la novela de Genet, quiso un día darse el lujo de asesinar a un carcelero. No se trataba de una “venganza”, ni de un “ajuste de cuentas”; tenía más que ver con una ocurrencia, un capricho. Quiso permitirse un lujo, decíamos… Soñamos la escena: contaba con dos opciones de crimen, con dos objetos, muy distintos, para su anhelo homicida. Por un lado, el carcelero sádico prototípico, una sabandija que maltrataba a los presos, les escupía, casi abusaba de sus mujeres, etcétera. Por otro, un jovencito lleno de buenas intenciones, que les pasaba cigarrillos, se consternaba al conocer sus historias, declaraba no estar de acuerdo con los procedimientos clásicos de la cárcel, etc. Y Harcamone no se equivocó. “Ajustició” al funcionario simpático a través del cual la Cárcel enmascaraba cínicamente su cometido, “mentía” a los presos e incluso aspiraba a “hacerse perdonar”…

El protagonista de La soledad del corredor de fondo tampoco cae en la trampa de la Institución. Tenía asegurado el “reconocimiento” de las autoridades penitenciarias si cruzaba la línea de meta, a la que había llegado sin rival próximo, si ganaba la carrera para su centro penitenciario, que competía con otros; tenía ante sí diversas medidas de gracia, privilegios, reducciones de pena…, garantizados si se decidía a rebasar la marca, pues se había “plantado” a unos pocos metros, vacilando; se le abría una puerta a la libertad, incluso, si satisfacía las expectativas de los mandamases de la prisión, si estaba a la altura de lo que la Institución esperaba de él (durante meses, lo habían preparado para la carrera), posibilidad de excarcelación al precio mínimo de dar unos pasos y cruzar la línea de llegada. Y este preso orgulloso, este delincuente sin remordimientos, este criminal satisfecho de sí, honesto, honrado, “ético”, no cruzó la línea… El disgusto de los funcionarios y de las autoridades fue mayúsculo, y enorme el castigo que habría de sufrir por su gesto de auto-afirmación, de re-dignificación. Alan Sillitoe le hace decir justamente lo más ofensivo para la administración penitenciaria:

“Si ellos [funcionarios de prisiones] y nosotros [presos] viéramos las cosas de la misma forma, nos llevaríamos la mar de bien; pero ellos no ven el mundo como nosotros y nosotros no lo vemos como ellos (…). Los tipos dentro-de-la-ley, como ustedes y ellos, todos vigilando a los fuera-de-la-ley, como yo y nosotros…, y esperando el momento de telefonear a la poli en cuanto demos un mal paso (…). Si los dentro-de-la-ley confían en que lograrán que deje de dar pasos en falso, están perdiendo el tiempo. Más les valdría ponerme delante del paredón y vaciarme una docena de fusiles. Solo así me pondrían a raya a mí y a otros cuantos millones de tíos (…). Juro que prefiero ser como soy, siempre huyendo y forzando tiendas (…), que yo soy honesto, que nunca he sido otra cosa que honesto y que siempre seré honesto”.

También Pierre Rivière, el asesino presentado por Foucault, quiebra una y otra vez la lógica de discurso que la Institución esperaba de él, la lógica de discurso que las autoridades penitenciarias y sus aparatos jurídico-psicológicos “deseaban” de él y hasta habían diseñado para él, hablando a menudo “en contra” de lo que una mente “sensata”, racional, calculadora, establecería en beneficio de su propia auto-conservación. También este asesino voluntario, reflexivo, consciente, persuadido de la “necesidad” de su crimen, escapa de los tópicos al uso y no permite que su fechoría sea absorbida sin más por el relato de la “compensación” (pagar a la sociedad, en años de reclusión, por su delito) o, cabía imaginar, de la “re-educación” (permitir que unos celadores del Bien Común, en un local adecuado y durante el tiempo preciso, le alteraran el carácter para re-adaptarlo a la máquina económica y política establecida). Sin ninguna transacción vergonzosa, sin pensar en sus intereses materiales y existenciales inmediatos, este homicida honorable reivindicará una y otra vez su acto, su obra, el fruto de su libertad, como un “criminal honrado”. Cabe atisbar la grandeza de su gesto insumiso en las siguientes palabras de Foucault:

“Muchos combates tuvieron lugar al mismo tiempo y se entrecruzaron: los médicos hacían su guerra, entre ellos, contra los magistrados, contra el propio Rivière (que les engañaba afirmándoles que se había hecho pasar por loco); los magistrados efectuaban su combate a partir de las experiencias médicas, sobre el uso, bastante reciente, de las circunstancias atenuantes, sobre aquella serie de parricidios que había sido equiparada a la de los regicidios (Fieschi y Luis–Felipe no quedan lejos); los aldeanos de Aunay combatían para desarmar, con la asignación de extrañeza o de singularidad, el terror del crimen cometido entre ellos y salvar así el honor de una familia; y, por último, en el meollo de la cuestión, Pierre Rivière, con sus innumerables y complejas máquinas de guerra: su crimen realizado para ser contado y asegurarse de este modo la gloria con la muerte; su relato preparado de antemano y para dar lugar al crimen; sus explicaciones orales para que la gente creyera en su locura; su texto escrito para disipar esa mentira, dar explicaciones y reclamar la muerte, este texto en cuya belleza unos verán una prueba de razón (de la razón del condenado a muerte), otros un signo de locura (la razón para condenarlo a cadena perpetua)”.

No sé si, a día de hoy, quedarán muchos Harcamone o Pierre Rivière en nuestras cárceles, no sé si todavía respira ahí algún corredor de fondo, pero, con este breve escrito, he querido manifestar, a los que así fueron y a los que tal vez aún así quieren ser, mi infinita simpatía y mi más alta estima.

Pedro García Olivo

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