Ciertamente puede resultar desasosegante que una persona condenada a penas que suman 60, 200, 700 o 2000 años pueda salir de prisión con el puño en alto tras permanecer en ella 18 o 20 de los 30 años que podrían cumplir como máximo; ciertamente no puede ser ―y no es― la misma la respuesta punitiva ante un asesinato que 132; ciertamente que la salida de prisión de decenas de delincuentes por la anulación de la llamada doctrina Parot generaría alarma social ―sin entrar ahora en el contenido de un concepto tan ambiguo y manipulable como este―. Sin duda habrá muchas víctimas del terrorismo y de otros delitos que se sientan insatisfechas si el Tribunal Europeo establece que la doctrina parot es contraria a los derechos humanos. Algunos dirán que genera impunidad que salgan de prisión habiendo cumplido solamente 20 años (más el tiempo transcurrido desde que se les aplicó dicha doctrina hasta ahora). Y habrá quien diga que la doctrina parot es un obstáculo al proceso de pacificación y convivencia en Euskadi y lo pone en peligro, en una inaceptable amenaza implícita y distracción interesada respecto a sus propias obligaciones en el proceso. Y otros que es una intromisión en la política penitenciaria española. Ninguno de los intentos de coacción moral o condicionamiento al Tribunal Europeo, más aún si provienen de instituciones legítimas, son de recibo.
Creo que resulta claro que, en el caso de acumulación de muchos delitos en un periodo temporal anterior a la primera condena, los límites de cumplimiento no pueden ser la mera suma aritmética, porque la referencia de los límites de cumplimiento ha de mirar a la esperanza de vida y a la perspectiva de un plazo razonable para la reinserción social. Por eso no cabe hacer demagógicas divisiones como que una persona cumple 2 años por cada asesinato; es una afirmación interesadamente equívoca. Por ejemplo, si una persona condenada a 3.000 años por 60 asesinatos cumpliera solamente 60 años en prisión ―lo que equivale en la práctica a morir en prisión― cada asesinato le saldría a sólo un año por cada uno. Ésta es por tanto una afirmación que ni tiene contenido ni lleva a conclusión alguna; no va dirigida al raciocinio de las personas.
Pero no es esta tampoco la cuestión que se dirime en el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH), por más que estas formulaciones pretendan distraer, difuminar y contaminar. La cuestión es si la Sentencia del Tribunal Supremo 197/2006, de 28 de febrero, y las que siguen su doctrina ―así como las que aplican un criterio similar a una institución distinta como es el abono de la prisión provisional sufrida a la espera de juicio, como las Sentencias del Tribunal Supremo 207 y 208 de 2011―, respetan los derechos humanos a la legalidad penal («no podrá ser impuesta una pena más grave que la aplicable en el momento en que la infracción haya sido cometida») y a la libertad («Nadie puede ser privado de su libertad, salvo en los casos siguientes y con arreglo al procedimiento establecido por la ley») contenidos en el Convenio Europeo de Derechos Humanos de 1950. Esta es la cuestión, fundamentalmente jurídica, pero no sólo, puesto que atañe a los valores y derechos humanos con los que queremos construir nuestras sociedades; atañe a nuestra integración en los valores y derechos europeos e internacionales, a nuestra inserción en una comunidad internacional respetuosa con los derechos fundamentales.
La doctrina Parot fue una creación ―ingeniería jurídica, eufemismo similar al de ingeniería financiera, que se utilizó para referirse a Lehman Brothers, Goldman Sachs o Madoff― del Tribunal Supremo en el año 2006; creación que surgió divida en el seno del Tribunal ―tuvo tres votos particulares― y que generó aún mayor división en el Tribunal Constitucional ―que perdió la oportunidad de solventar esta quiebra de derechos fundamentales en el ámbito interno y evitar la censura europea―.
Sin entrar en tecnicismos y sólo para situar la cuestión. Hasta 2006 se había interpretado pacíficamente el Código Penal de 1944, y luego el de 1973, en el sentido de que la redención de penas por el trabajo (en la práctica una reducción automática de 1/3 de la condena) se aplicaba sobre el límite de los 30 años de prisión, y a nadie se le había ocurrido que se pudiera interpretar de otra manera, produciéndose sin aparente alarma social la excarcelación de decenas de personas en esta situación. De hecho, al entrar en vigor el Código de 1995, se rechazó la aplicación retroactiva de este a hechos anteriores, precisamente porque no era más beneficioso que el sistema de redención de penas que existía.
La insatisfacción que esto provocaba en relación con la adecuación de las penas nominales a su cumplimiento efectivo y a personas que acumulaban muchos delitos llevó a que el Código Penal de 1995 eliminara la redención de penas por el trabajo ―sin disminuir las penas nominales en 1/3, como hubiera correspondido para no producir un incremento generalizado de las penas reales―, así como que los plazos para los permisos, tercer grado y libertad condicional se pudieran computar sobre la totalidad de la suma y no sobre el límite de 30 años. Es decir, en los delitos cometidos a partir de 1996 las penas se cumplen íntegramente; no existen los beneficios penitenciarios que supongan acortamiento de condena. Posteriormente, en el año 2003 se endureció de nuevo la legislación, entre otros modos pudiendo llegar el límite de cumplimiento íntegro hasta los 40 años de condena. Y no olvidemos tampoco que hay en España unas 400 personas condenadas a 60, 80 o 100 años, sin límite alguno, por ser inaplicables los límites del artículo 76 del Código Penal, en lo que supone de facto una auténtica cadena perpetua no revisable.
Sin embargo, como constitucionalmente estas legislaciones no podían ser aplicadas a hechos cometidos con anterioridad, quedaba subsistente la legislación anterior para los delitos cometidos antes de 1995 y 2003 respectivamente. Y ahí surgió la nueva doctrina del Tribunal Supremo ―doctrina Sánchez Melgar se podría haber llamado, por el ponente de la sentencia―; una obra de ingeniería jurídica para salvar por vía de interpretación judicial el escollo que se encontraba el legislador: el derecho humano a la irretroactividad de las penas. Y este es a mi juicio el mayor ataque al estado de derecho de la doctrina Parot: que el poder judicial, cuya legitimidad democrática se restringe a la aplicación de la voluntad popular expresada en la ley, se arroga funciones de poder legislativo. Los votos particulares de la sentencia lo calificaban como una auténtica reescritura del art. 70.2 del Código del 73. Si este artículo dijera lo que el Tribunal Supremo le quiso hacer decir, habrían sido innecesarias las reformas de 1995 y 2003.
La pena previsible en el momento de comisión de los hechos ―y por eso no es una cuestión meramente penitenciaria sino incluida en el derecho humano a la irretroactividad de las penas, como ha declarado el TEDH en el propio caso Del Río Prada c. España, de 10 de julio de 2012, así como en el caso Kafkaris c. Chipre, de 12 de febrero de 2008 (21906/04)― se ve alterada radicalmente por una decisión judicial posterior, por lo que ésta resulta contraria al principio de irretroactividad, pues supone la imposición posterior de una pena más grave de la que previsiblemente se establecía en la ley en el momento de comisión del delito.
Al igual que con la reciente sentencia de otro tribunal europeo relativa a las ejecuciones hipotecarias, es esperable que el estado español asuma el marco legal europeo y el sistema de protección de derechos humanos al que España pertenece, adecuando en un caso la legalidad y en el otro las decisiones judiciales a la interpretación que los tribunales europeos realicen.
En todo caso, sea cual sea la decisión del TEDH, confío en que el fin de esta polémica elimine la distracción que ejerce sobre el establecimiento de una política penitenciaria en relación con los presos por terrorismo adecuada a los tiempos que vivimos. Por el momento parece que la política penitenciaria del Gobierno se define por su inexistencia, por no hacer nada más que simplemente esperar a que vayan cumpliendo sus condenas y saliendo a la calle, da igual cómo. Por el contrario, entiendo que la política penal y penitenciaria en esta materia debería contemplar cómo coadyuvar a la deslegitimación del terrorismo; debería abordar el conjunto de actividades tratamentales a desarrollar en las prisiones con miras al fin constitucionalmente recogido de reeducación y reinserción social. Y como primer paso, a la aplicación de las leyes vigentes, y con ello a la excarcelación de las personas presas que han rechazado y deslegitimado su propia actividad terrorista pretérita y han cumplido ya una parte significativa de su condena. La falta de diferenciación en el tratamiento penitenciario de las personas que han dado los pasos ―y más allá― que exige la ley (léase para entendernos la denominada vía Nanclares), respecto a las que no han dado ningún paso en pro de su propia reinserción, constituye en mi opinión una ilegalidad y una injusticia y comunica al conjunto de la sociedad un mensaje pernicioso para la deslegitimación del terrorismo y la construcción de la convivencia en Euskadi sobre bases éticas.
La decisión de Estrasburgo debiera servir también para que los presos se liberen de una vez del sometimiento al EPPK, que les tiene siempre esperando a algo que solucionará sus problemas sin una decisión personal, impidiendo que, como hizo ya la izquierda abertzale, se acojan a la legalidad vigente para buscar su personal itinerario de reinserción social. Quienes diseñan la política penitenciaria debieran pensar también en esto, en debilitar la capacidad de control del colectivo y en favorecer el debate libre entre los presos, y en este sentido, en qué dirección juega en la actualidad la dispersión.
Xabier Etxebarria
Abogado y profesor de derecho penal, Universidad de Deusto
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