Ninguno de sangre, y ninguno, tampoco, que haya merecido un reproche judicial de más de seis años de prisión. No se trata, pues, de un tío que haya matado a su mujer, ni que haya atropellado a unas criaturas al conducir borracho, ni que haya volado una casa-cuartel de la Guardia Civil, ni que haya envenenado el aceite de mesa, ni que haya participado en un golpe de Estado, ni que haya robado a dos manos desde un cargo público, ni que haya construido bloques de apartamentos donde habría de ir un colegio y un centro de salud, ni que haya abusado sexualmente de menores, ni que haya incendiado bosques de árboles centenarios. Su delito, sustanciado en tentativas de robo, trapicheo de drogas al detall y fugas carcelarias, ha sido el de ser pobre. Los agravantes: su desamparo, su sumisión al deber natural de todo preso, que no es otro que el de buscar la libertad, y, por supuesto, el de carecer de recursos para pagarse abogados expertos en ahormar la ley a los intereses de sus clientes.
El desamparo de Miguel Montes es tan sideral, que una vez que se ahorcó en su celda y los funcionarios le dieron por muerto, se halló al recobrar la conciencia rodeado de cadáveres en la morgue de un hospital. Se marchó de allí, claro, pero incluso aquél acto computó en su historial fuguista. Y ahí sigue, encerrado, envejecido, seriamente enfermo, esperando que entre la Audiencia de Granada y el Tribunal Supremo se aclaren con las cuentas de su delirante condena.
¿Qué demonios hace el Gobierno que no le indulta y le pide, en nombre de todos, perdón?
esto es muy fuerte… que movida…