El Castigo Patriarcal No Protege A Las Mujeres

Decir que el poder punitivo es un poder claramente patriarcal es casi una perogrullada. En primer lugar, porque todos los sistemas que configuran la cultura hegemónica actual son patriarcales, pues el patriarcado no sólo es un sistema total sino además global. En segundo lugar, porque es precisamente el poder punitivo (y la cultura del castigo que le subyace) el núcleo fundamental de la cultura occidental hoy dominante en casi todo el planeta. El patriarcado es una forma de violencia cultural y estructural, lo cual es evidente en innumerables ejemplos, uno de ellos las agresiones sexuales a mujeres. Sin embargo, es precisamente también desde esa cultura violenta desde donde se ha construido un sistema de castigo cada vez más perfeccionado por parte del Estado: el Derecho penal y sus instituciones. Es decir, es en el sistema patriarcal en el que se entiende el modelo de justicia penal que tenemos y no es casual que sea así porque es consecuencia del primero y está construido a su imagen y semejanza.

Brevemente podemos afirmar que son dos los rasgos comunes generales que unen al poder punitivo y al poder patriarcal. El primer punto de encuentro estaría en su relación con el capitalismo y el segundo en el control mediante el miedo (a la fuerza, a la pena, al infierno etc) Pero además hay otros rasgos más precisos entre el patriarcado y el sistema penal. Estos son, sin detenernos en desarrollarlos: el desprecio por la vida (no sólo de personas, sino también de animales, plantas…), la generación de siervas (víctimas, incapaces, infantilizadas), la utilización amañada de las ciencias, el interés en la ruptura de los lazos de solidaridad, el fundamento en la lógica dualista (hombre-mujer/buenas-malas/criminales-no criminales), la relación entre el concepto culpa de la punición y el concepto «eres mía» del patriarcado…

En fin, estos son sólo algunos de los muchos rasgos comunes que se pueden identificar entre el poder punitivo y el poder patriarcal porque lo que en verdad se quiere trasmitir es que este hecho no puede pasar desapercibido para los feminismos. Quienes confían en el recurso al sistema penal (o incluso piden reformas tendentes a su endurecimiento y una reducción de las garantías) tal y como hoy está pensado y configurado, no se percatan de que esto implica un riesgo que para nosotras es claro: la perpetuación y consolidación de uno de los elementos sustentadores más importantes del patriarcado: el poder y el derecho de castigar.

Tomar consciencia de esto no es una empresa sencilla porque como ya se ha escrito por relevantes feministas la dominación propia del patriarcado está hecha para parecer un rasgo de vida. En definitiva, estamos hechas de orden patriarcal. Es más, de toda la literatura feminista al respecto solo una mujer se ha atrevido de forma clara a formular esa relación desde la necesidad de la abolición de las prisiones: Angela Davis.

Somos conscientes de que la violencia contra las mujeres es real y mucho más amplia de lo que se documenta, y de que las mujeres tenemos que buscar protegernos de ella y hacerle frente. Sin embargo no es cierto que los sistemas penales actuales sirvan para esto y esta es la segunda cuestión que no se tiene en consideración. Como ampliamente se sabe la prisión –y en general el sistema penal– se critica porque no cumple con las funciones que formalmente tiene otorgadas –entre ellas la de la intimidación y la reinserción– y además puede ser criticada desde muchas otras perspectivas como son: la falacia de la afectación exclusivamente a la libertad, la mitificación de las personas que están en prisión, su carácter criminógeno, los efectos psicosomáticos de la prisión, los fenómenos de la victimización secundaria y terciaria, etc., olvido de las víctimas, los costes del control en detrimento de otras medidas al delito… y otras tantas cuestiones que sería imposible mencionar y trabajar en profundidad en este artículo de opinión pero que están ahí y hacen que la protección a la que nos referíamos no sea real.

Y aunque se cree firmemente lo anterior, no implica que no pensemos que las mujeres que hoy sufren violencia patriarcal no puedan y deban usar todos los instrumentos que tengan a su alcance para defenderse, y esto muchas veces incluirá el consejo de que pongan denuncias, pidan detenciones, etc., pues desafortunadamente en algunos casos es lo único que el Estado y la sociedad ofrece. Pero todo ello debería hacerse muy muy conscientes –no tanto por quien denuncia, como por el resto de la sociedad–, de que es una medida insuficiente, muchas veces inútil en la práctica y que, sobre todo, no debe hacer perder de vista la ilegitimidad del castigo, su uso sobre todo –así ha sido históricamente– en contra de las mujeres, y la necesidad urgente de construir una sociedad no punitiva para precisamente eliminar el patriarcado.

En este sentido, el concepto de castigo nos debe de interpelar a cada una de nosotras y en colectivo. Desde aquí se plantea la necesidad de sentar las bases para avanzar, desde otros lugares que no sean el de la dominación y el castigo propios del patriarcado, hacia lugares más justos. Este debería ser el horizonte si queremos ser coherentes, al menos, quienes vemos en los feminismos una nueva revolución y aspiramos a tener en cuenta todas las opresiones.

No cuestionar el sistema punitivo, en el que se sostiene precisamente el patriarcado, sino alentarlo y encontrarnos en las calles pidiendo más castigo, es un error mayúsculo que desde los feminismos no nos podemos permitir si no queremos reforzar el patriarcado mismo.

Paz Francés Lecumberri y Diana Restrepo

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