A propósito de la STC 12/2013, de 28 de enero de 2013
La noche del 24 de noviembre de 2009 la Policía Nacional detuvo en Bilbao a Aritz Petralanda. Éste pasó la noche en la comisaría de Indautxu y al día siguiente fue trasladado a Madrid, donde permaneció incomunicado en dependencias de la Audiencia Nacional. El día 26 fue puesto a disposición judicial, y el Juez decretó su ingreso en prisión. Transcurridos tres meses de estos hechos Petralanda denunció haber sufrido torturas y malos tratos durante su detención por parte de la Policía (agresiones físicas de diferente intensidad, y maltrato de palabra agresivo y lesivo para su integridad moral). Sus argumentos no tuvieron eco en la jurisdicción ordinaria y, finalmente, recurrió en amparo ante el Tribunal Constitucional, que ahora lo ha desestimado.
La demanda de amparo se fundamenta en la vulneración del derecho a la tutela judicial efectiva (art.24 CE), en relación con el derecho a no sufrir torturas ni tratos inhumanos o degradantes (art.15 CE). En resumen, Aritz Petralanda argumenta que la instrucción de su denuncia fue insuficiente e inefectiva, pues de las diligencias solicitadas al Juez no se llevaron a cabo las que considera más decisivas: no se le recibió declaración (al denunciante); no fue reconocido física y psicológicamente (ya que durante la detención, ante los forenses, se negó a ser reconocido); no se tomó declaración a los forenses (solo se tuvo en cuenta los informes escritos); no se tomó declaración a otras personas que participaron en la detención; y no se aportaron las grabaciones de cámara realizadas durante su incomunicación (la Policía negó su existencia).
La sentencia del Tribunal tiene interés tanto por el fallo como por el voto particular que la acompaña (voto particular que coincide con la opinión del fiscal), pues en ellos se presentan dos formas diferentes de entender el modo de abordar la protección contra la comisión de torturas. En mi opinión, vence la postura menos garantista del derecho a no sufrirlas.
A dejar claro desde el principio que el Constitucional, en su sentencia, no debe decidir sobre si Petralanda sufrió o no torturas, ni debe conocer las causas por las que fue detenido. Su competencia consiste en determinar si la investigación de los hechos fue lo suficientemente profunda y diligente, a la vista de la gravedad de lo denunciado. Es decir, si el archivo por parte de los Jueces ordinarios de la reclamación sobre las torturas estuvo basada en argumentos razonables.
La mayoría del Tribunal Constitucional considera que fue así. Fundamentalmente con base en dos argumentos:
Primero. Porque no se consiguió por parte del demandante demostrar que existían sospechas razonables de que la Policía cometió el delito de torturas o de tratos inhumanos o degradantes.
Segundo. Porque, en opinión del Tribunal, los jueces ordinarios realizaron todas las diligencias de indagación razonables y útiles para aclarar los hechos.
En cuanto a la inconsistencia de cualquier indicio que apoyara la veracidad de la denuncia, el Tribunal llega a esta conclusión a partir de los informes de los médicos forenses –cuatro, uno en Bilbao, tres en Madrid– fruto de los reconocimientos a los que fue sometido Petralanda. De la lectura de estos informes no se deducen indicios de que el detenido estaba siendo sometido a malos tratos físicos o psíquicos.
Además, argumenta el Tribunal, Aritz no alegó ni ante los médicos, ni ante su Abogado de oficio, ni ante el Juez, haber sido maltratado. Si a ello se añade el tiempo de tres meses transcurridos entre la detención y la denuncia de los hechos (dato que el Constitucional no considera decisivo pero sí relevante), se deduce que no existen sospechas razonables acerca de la posible comisión de los hechos denunciados.
Con esta premisa (no hay sospecha razonable de delito), el segundo argumento cae por su propio peso. Para el Tribunal, al no concurrir indicios no es necesario profundizar en la investigación; es decir, no es necesario que se realicen todas las propuestas solicitadas por el demandante y, en consecuencia, se deduce que los jueces ordinarios actuaron correctamente.
Sin embargo, frente a los argumentos de la mayoría existe un interesante voto particular (al que se une otro magistrado) que entiende que el amparo debería haber sido otorgado por vulneración del derecho a la tutela judicial efectiva (art.24 CE) en relación con el derecho a no sufrir torturas (art.15 CE).
En primer lugar, el voto discrepante impugna el enfoque de la sentencia. La función del Tribunal, a su entender, es analizar la argumentación desarrollada por los órganos judiciales, pues lo relevante es comprobar si la motivación de esos jueces había sido lo suficientemente sólida (se requiere en caso de posibles abusos sobre derechos fundamentales) para justificar el archivo de la denuncia de torturas. Frente a ello, la sentencia se dedica a valorar la única diligencia practicada (los informes de los médicos forenses) y a darle credibilidad, algo propio de la jurisdicción ordinaria, no de la constitucional.
En segundo lugar, el magistrado discrepante desciende al caso concreto, algo exigido por la jurisprudencia del propio Constitucional y del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, pero de cuya falta adolece la sentencia. Y es que debe tenerse en cuenta que lo que precisamente se denuncia es la creación por parte de la Policía de un ambiente de intimidación e inseguridad para hacer más vulnerable al detenido incomunicado. Y es este tipo de situaciones (de muy difícil demostración) la que requiere una especial diligencia por parte de los jueces instructores. Diligencia que debe mostrarse tanto en el agotamiento de las actuaciones que puedan proporcionar información sobre lo sucedido, como en la argumentación que lleve a la decisión final, sea esta de archivo o no.
A partir de aquí, se deduce que los argumentos de los jueces ordinarios para archivar las actuaciones (que durante la detención no se quejara del maltrato a médicos ni a juez; que los informes forenses no revelen síntomas de amenazas e intimidación; que transcurrieran tres meses desde los hechos a la denuncia) no fueron suficientemente sólidos. En este sentido, debe entenderse que resuelta difícil que quien se encuentra bajo el control de la Policía, mediata o inmediatamente, se queje del trato recibido por ella. Además, llama la atención que Petralanda se negase a contestar a los dos primeros forenses (sus reconocimientos se hacen bajo directo control policial) y al juez acerca del trato policial recibido.
En coherencia con ello, el voto particular entiende que las diligencias judiciales fueron ineficaces, y que hubieran debido aumentarse, al menos en las solicitadas por el demandante (así, parece relevante la declaración de quien se considera víctima de la tortura, la de su Abogado de oficio y la de los dos forenses que lo reconocieron primero).
En definitiva, sin investigación suficiente ni argumentos sólidos, se considera que se vulneraron los derechos del demandante y que el amparo debió concederse.
Comentario:
Creo que los argumentos del voto particular son más consistentes que los de la sentencia y más cercanos a los principios constitucionales y de Derecho internacional, los cuales exigen una especial diligencia en la garantía y protección de los derechos humanos.
Debe tenerse en cuenta que el veto a la tortura y a los tratos inhumanos y degradantes es considerado por los tratados internacionales de derechos humanos como el único derecho fundamental absoluto, pues nada puede justificar la tortura ni limitar su prohibición. Esta posición debe ser mantenida con firmeza, sobre todo frente a las posturas (crecientes) que admiten la posibilidad de aplicar un “cierto grado de tortura” en casos de terrorismo.
De la sentencia se deduce la enorme importancia de atender a las circunstancias del caso concreto. Sin entrar a valorar si se produjeron o no acciones inconstitucionales por parte de la Policía, es patente que los hechos denunciados presentan, por su propia naturaleza (torturas psicológicas más que físicas, acciones de intimidación, amenazas…), una enorme dificultad de prueba. Pero esta dificultad no puede servir de argumento a los jueces para rechazar una investigación más profunda por falta de indicios o sospechas razonables, sino que, por el contrario, constituyen el pretexto para realizar todas las diligencias necesarias que les acerquen lo más posible a lo que realmente sucedió.
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