El 22 de septiembre de 2004 murió el joven Diego Viña Castro en el cuartel de la Guardia Civil de Arteixo (A Coruña), estando bajo custodia como detenido, según la versión oficial suicidándose ahorcado con sus propios pantalones, que luego desaparecerían del proceso penal, tras haberle sido negada la medicación contra la depresión y, para colmo, con las cámaras de vigilancia que había en el cuartel apagadas.
El 12 de octubre de 2010, en una celebración de la Guardia Civil en la parroquia de Arteixo, con motivo del día de la Virgen del Pilar, una serie de personas convocadas por la Comisión de Denuncia de Galiza se manifestaron frente a la citada parroquia, para mostrar su descontento por la marcha del proceso de investigación de aquellos sucesos, entonces todavía abierto, coreando lemas como “Aquí se tortura, como en la dictadura” y “La guardia civil tortura y asesina”, entre otros.
El 14 de enero de 2011 se archivó definitivamente la investigación penal seguida contra determinados guardias civiles por la muerte y la detención de Diego.
Finalmente, el 2 de noviembre de 2016 se celebró el juicio contra quince de las personas que se manifestaron siete años atrás en aquella parroquia de Arteixo, habiéndose conocido ahora la sentencia, que condena a los acusados por la comisión de un delito de injurias graves a la Guardia Civil a pagar una multa de 720 € cada uno.
Estas cuatro fechas, y los acontecimientos asociados a ellas que he expuesto por orden cronológico, simbolizan perfectamente varios de los elementos que caracterizan el sistema político institucional que surgió de la transición y domina actualmente en nuestro país.
Así, tenemos, en primer lugar, a unas Fuerzas de Seguridad del Estado que han sido denunciadas en numerosas ocasiones por malos tratos y torturas cometidos sobre personas que estaban detenidas.
Se me objetará, con razón, que tales denuncias no se han convertido, salvo excepciones, en sentencias condenatorias, y por tanto son sólo eso, denuncias no verificadas.
Sin embargo, esta es precisamente la segunda de las características objeto de análisis en este artículo, paradigmática de nuestro sistema: la impunidad que los propios poderes públicos reservan, intencionadamente o no, a quienes consideran parte de dicho sistema o entienden que contribuyen a su conservación o fortalecimiento.
Esta impunidad explicaría la discrepancia entre la verdad judicial, construida por nuestro propio sistema político-institucional a través de los procesos penales, y la constatación de la existencia de torturas y malos tratos policiales por parte de distintas organizaciones internacionales y, por ello, ajenas a tal sistema, como los diferentes Relatores de la ONU que han visitado el país, o Amnistía Internacional.
A su vez, los elementos que contribuirían a la referida impunidad irían desde la tradicional presunción de veracidad que se atribuye al testimonio de los agentes de policía, siquiera informalmente y de un modo casi inconsciente en el marco del proceso penal, a la objetiva dificultad de conseguir pruebas de hechos ocurridos en el interior de una comisaría y a salvo de testigos, pasando por la reacción protectora del gobierno cuando, pese a tales obstáculos, las evidencias permiten dictar una sentencia condenatoria, indultando a los agentes culpables de los malos tratos para evitar su castigo.
En este sentido, resulta sorprendente que no se haya generalizado la monitorización permanente de las personas detenidas a través de cámaras de videovigilancia, a fin de que quede perfectamente documentado cuanto hacen las personas que encarnan el monopolio de la violencia por parte del Estado con quienes están bajo su custodia. Y la explicación, en pleno siglo XXI, sólo puede pasar por la palabra impunidad.
En el otro extremo, y como tercer elemento de este análisis, nos encontramos con la libertad de expresión, la regulación de su uso, y el concepto de abuso, o parafraseando a algún personaje de Forges, el libertinaje de expresión.
Parecería, viendo la sucesión de hechos que recojo en las primeras líneas de este escrito, que la libertad de expresión es, no un derecho, sino una merced que conceden los poderes públicos a los ciudadanos de a pie, que se otorga como gracia, y se retira cuando, como es el caso, se ofende a la sensibilidad del destinatario de la crítica.
En el plano objetivo, tengo dudas de que las expresiones de los manifestantes sean idóneas para lesionar el honor de la Guardia Civil. Pueden resultar excesivas, eso es claro, e injustas en tanto que indiscriminadas, pero no puede decirse que supongan, en sí mismas, un temerario desprecio a la verdad, cuando este tema es objeto de estudio y denuncia desde hace años por diferentes organizaciones internacionales, como ha quedado ya expuesto.
En el plano subjetivo, es a mi juicio un evidente dislate otorgar una intencionalidad injuriosa a los gritos de unos manifestantes que protestan por la muerte de un detenido que en ese momento es objeto de investigación judicial, pues evidentemente el ánimo es el de protestar frente a lo que se percibe, acertadamente o no, como una actuación arbitraria por parte de los poderes públicos, y no el de lesionar el honor de nadie.
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Creo, por terminar, que el daño hacia el honor y la imagen de las Fuerzas de Seguridad del Estado viene, no de estas expresiones, sino del lamentable hecho que no se investiguen debidamente los casos de torturas y malos tratosque se den en su seno; viene de que se indulte a los delincuentes que, escudados en el uniforme, llevan a cabo estas prácticas; viene, en definitiva, de que la falta de transparencia en la gestión de las detenciones genere legítimas dudas en los ciudadanos sobre lo que ocurre en la oscuridad de los calabozos.
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