Estrasburgo Y El Fin De La Doctrina Parot

Los dos hechos se sucedieron con cierta previsibilidad. A inicios de la semana, el Tribunal de Estrasburgo condenó al Reino de España por la aplicación a Inés del Río de la llamada “doctrina Parot”. Casi de inmediato, el Gobierno declaró, sin mayor rubor, que la sentencia era “injusta” y “equivocada” y que no debía extenderse a otros casos. Los más exaltados la consideraron un inadmisible ataque a la soberanía nacional. O directamente una traición, como se ha oído decir en la manifestación convocada en Madrid por la Asociación de Víctimas del Terrorismo. Ninguna de estas reacciones debería mover a sorpresa. Después de todo, el partido de Gobierno ha sido perseverante en una política antiterrorista sostenida, casi exclusivamente, en la venganza. Una política que ha degradado la vida social e institucional, no solo en Euskadi, sino en el conjunto del Estado.

Inés del Río llevaba veintiséis años y tres meses presa por su participación en atentados del Comando Madrid de ETA. Veintiséis años y tres meses: cinco más, según el Tribunal de Estrasburgo, de los que debería haber purgado de cumplirse las previsiones del Código de 1973, por el que fue condenada. En su momento, el Tribunal Supremo diseñó una interpretación jurídica concebida para alargar la estancia en prisión de los condenados por delitos de terrorismo. Esta interpretación incluía la aplicación retroactiva de penas más severas que las previstas en el momento de la comisión de los delitos o del establecimiento de las correspondientes sanciones. Una operación cuya erradicación ha estado en el centro de la lucha civilizatoria contra la arbitrariedad del poder punitivo del Estado.

El Tribunal Constitucional no vio mayores problemas. Y sin embargo, los magistrados europeos han censurado este movimiento. Por vulnerar el derecho a la libertad personal y por desvirtuar el sentido profundo que el principio de legalidad penal y de no retroactividad debería tener en una sociedad razonable. Este proceso de utilización abusiva de los castigos penales, ni es nuevo, ni se circunscribe al ámbito del terrorismo. Se remonta, al menos, al Código penal de 1995 aprobado por el PSOE. Lejos de cerrar el paso a las concepciones retributivas de la pena, esta reforma las alentó. La pena como castigo, como venganza. Una concepción prohibida por el artículo 25 de la Constitución española y absurda en un país que, a pesar de sus bajos índices de criminalidad, exhibe la tasa de presos más alta de la Unión Europea. Una tasa que aumentado un 400% en los últimos 30 años. Hasta el actual Secretario General del PSOE, Alfredo Pérez Rubalcaba, defendía ufano esta realidad cuando era Ministro del Interior: “el sistema penitenciario español es el más duro de Europa”.

Esta obsesión por el castigo se ha dirigido con especial saña contra los condenados por delitos de terrorismo. Se les han aplicado criterios propios de un Derecho penal pensado, no para ciudadanos sino para enemigos. Limitación de acceso a los permisos, al tercer grado o a libertad condicional. Aumento del límite máximo de las penas de 30 a 40 años. Políticas de dispersión, con grave perjuicio para las familias de los presos. Un trato muy diferente al otorgado a los presos del poder, como el ex general Galindo y  otros condenados por su participación en los asesinatos del GAL. La propia “doctrina Parot” fue la respuesta del Tribunal Supremo a una intensa campaña de criminalización mediática que exigía encerrar de manera irrevocable a un tipo de delincuentes que prácticamente eran considerados “no personas”. Dirigentes del PP como María Dolores de Cospedal insistieron, una y otra vez, en que no bastaba con que los presos cumplieran sus condenas. Era necesario ir más allá y evitar por cualquier medio que pudieran salir a la calle. Algunos miembros de su partido tampoco descartaron la posibilidad de restaurar la pena de muerte, aunque para ello hubiera que reformar la Constitución. En un principio, la doctrina Parot se aplicó a presos acusados de terrorismo. Luego se extendió a los delitos sexuales y de sangre. Al final, el Tribunal Supremo permitió su aplicación, con “independencia de los delitos cometidos”, a todos los condenados por el Código Penal antiguo.

Muchos reaccionaron como en el poema de Niemoller: primero vinieron por los comunistas, pero como yo no era… Ni el Tribunal Supremo ni el Tribunal Constitucional estuvieron a la altura de su función garantista. Fue esa deserción, contraria a la finalidad que la propia Constitución española atribuye a las penas, la que ha generado la sentencia europea. Los 17 magistrados del TEDH, presidido por Dean Spielmann, consideran que las resoluciones de los tribunales españoles vulneran el derecho a la libertad y a la irretroactividad de la ley penal desfavorable. A la luz de estos razonamientos, se  insta al Estado español a poner en libertad a la reclusa “en el plazo de tiempo más breve posible” y a indemnizarla con 30.000 euros como daños morales.

La Audiencia Nacional reaccionó de inmediato. Reconoció que la decisión de Estrasburgo era “clara y concluyente” y ordenó la excarcelación. Al mismo tiempo, mandó que los 30.000 euros de indemnización se imputaran al pago de las responsabilidades civiles que Del Río contrajo en sus ocho condenas. El Gobierno censuró esa premura. En la rueda de prensa posterior a la lectura del fallo europeo, el Ministro Ruiz Gallardón insistió en considerarla un “caso aislado” y a ignorar las advertencias de reforma del propio Tribunal. Desde entonces, tanto el Gobierno como el Tribunal Supremo han procurado maniobrar para evitar que la decisión se extienda a otros casos. Por lo pronto, el presidente del Supremo, Juan Saavedra, ha convocado un pleno el 12 de noviembre para analizar la sentencia de Estrasburgo. La idea es que aquellos condenados que caen bajo los efectos de la sentencia de Estrasburgo, y no tienen fecha de excarcelación, puedan presentar un recurso de revisión. Mediante este recurso se tramitaría la aplicación de la sentencia de Estrasburgo. Esto permitiría anular las sentencias y sustituirlas por otras conformes con el fallo europeo.

En realidad, el Gobierno español parece no aceptar lo que el alto al fuego permanente de ETA, la apertura de un horizonte de pacificación y el perdón a las víctimas supone. Hoy, quedan pocas excusas para no desmantelar las numerosas restricciones de derechos y libertades que se han puesto en pie a lo con el argumento de la lucha antiterrorista. En un contexto de crisis económica como el actual, no cabe duda que la cerrazón punitiva del Gobierno puede prestarle buenos servicios en otros ámbitos, como el de la criminalización de la protesta. Pero se trata de una actitud necia y cortoplacista. Su reacción, en efecto, no solo es peligrosa por el desprecio que entraña a la legalidad internacional. También puede acabar por extender al conjunto del entramado jurídico unas prácticas que nacieron como excepcionales y que luego serán difíciles de controlar. Tanto el Ministro como quienes le dan órdenes deberían tener presente algunas lecciones históricas. Entre ellas, que quien se habitúa a echar mano de medios ilegítimos para salvaguardar sus intereses inmediatos, corre el riesgo de engendrar, más temprano que tarde, combinaciones monstruosas que acaban por revolverse contra sus propios creadores.

Gerardo Pisarello-Jaume Asens . Ambos forman parte del Observatorio de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (DESC) de Barcelona.

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