El Fusilamiento De Severino Di Giovanni

SeverinoCopiamos lo siguiente de Agencia Para La libertad:

Hoy [1 de febrero] se cumplen 85 años del fusilamiento de Severino Di Giovanni en el ex penal de calle Las Heras de la Ciudad de Buenos Aires. Un día después también sucumbiría bajo un pelotón del dictador Uriburu su cuñado, Paulino Scarfó. De ese modo, América Josefina Scarfó, su mujer y compañera de militancia, quien se unió a Severino cuando tenía 14 años y él 29, se quedaría sola y perseguida. La policía le arrancó entonces a “Fina” las cartas de amor que se había escrito la pareja durante largo tiempo. El escritor Osvaldo Bayer la ayudó a recuperarlas cuando ella tenía más 80 años, durante el final del menemismo en 1999. Severino, fue uno de los máximos referentes anarquistas de su tiempo por su campaña en apoyo de Sacco y Vanzetti, su antifascismo y las convicciones de “acción directa”. Representantes de la oligarquía, entre otros, presenciaron el fusilamiento donde el italiano exhibió, una vez más, toda su entereza. El escritor Roberto Arlt escribió el siguiente relato, inmortal, sobre el crimen.

El condenado camina como un pato. Los pies aherrojados con una barra de hierro a las esposas que amarran las manos. Atraviesa la franja de adoquinado rústico. Algunos espectadores se ríen. ¿Zoncera? ¿Nerviosidad? ¡Quién sabe! El reo se sienta reposadamente en el banquillo. Apoya la espalda y saca pecho. Mira arriba. Luego se inclina y parece, con las manos abandonadas entre las rodillas abiertas, un hombre que cuida el fuego mientras se calienta agua para tomar el mate. Permanece así cuatro segundos. Un suboficial le cruza una soga al pecho, para que cuando los proyectiles lo maten no ruede por tierra. Di Giovanni gira la cabeza de derecha a izquierda y se deja amarrar. Ha formado el blanco pelotón fusilero. El suboficial quiere vendar al condenado. Éste grita: “Venda no”.

Mira tiesamente a los ejecutores. Emana voluntad. Si sufre o no, es un secreto. Pero permanece así, tieso, orgulloso. Di Giovanni permanece recto, apoyada la espalda en el respaldar. Sobre su cabeza, en una franja de muralla gris, se mueven piernas de soldados. Saca pecho. ¿Será para recibir las balas?

— Pelotón, firme. Apunten.

La voz del reo estalla metálica, vibrante:

— ¡Viva la anarquía!

— ¡Fuego!

Resplandor subitáneo. Un cuerpo recio se ha convertido en una doblada lámina de papel. Las balas rompen la soga. El cuerpo cae de cabeza y queda en el pasto verde con las manos tocando las rodillas. Fogonazo del tiro de gracia.

Las balas han escrito la última palabra en el cuerpo del reo. El rostro permanece sereno. Pálido. Los ojos entreabiertos. Un herrero martillea a los pies del cadáver. Quita los remaches del grillete y de la barra de hierro. Un médico lo observa. Certifica que el condenado ha muerto. Un señor, que ha venido de frac y con zapatos de baile, se retira con la galera en la coronilla. Parece que saliera del cabaret. Otro dice una mala palabra.

Veo cuatro muchachos pálidos como muertos y desfigurados que se muerden los labios; son: Gauna, de La Razón, Álvarez, de Última Hora, Enrique González Tuñón, de Crítica y Gómez de El Mundo. Yo estoy como borracho. Pienso en los que se reían. Pienso que a la entrada de la Penitenciaría debería ponerse un cartel que rezara:

— Está prohibido reírse.

— Está prohibido concurrir con zapatos de baile.

Roberto Arlt

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